ROBERTO AIZENBERG

Figura imprescindible del arte argentino del siglo XX y, al mismo tiempo, excéntrica de ese relato por su obra única y distintiva, Aizenberg se definía como pintor surrealista, marco que configuró como excluyente para su producción y alimentó con una mística personal y rigurosa. Trabajaba con el método del automatismo psíquico, mediante el cual intentaba capturar las asociaciones libres del pensamiento sin la intervención reguladora de la razón. Luego, emprendía un meticuloso proceso de depuración hasta alcanzar lo esencial de la imagen. Su excepcional técnica se destaca en el manejo del color, claroscuros y transparencias. Diversos motivos organizan y se reiteran a lo largo de su producción, entre los cuales la torre es el más emblemático, junto con el abanico, las figuras antropomórficas con cabezas esféricas o descabezadas y las formas geométricas que se alzan sobre el horizonte o flotan en el vacío. Aizenberg también trabajó estas geometrías en sus esculturas, tanto de metal como de mármol. El crítico Aldo Pellegrini caracterizó a este grupo de obras dentro de una “geometría metafísica” que “deja de ser un signo material para convertirse en signo espiritual”. Paradigmática es la obra Padre e hijo contemplando la sombra de un día (1962), que integra una serie de pinturas en las cuales un hombre y un niño se asoman a la inmensidad silenciosa del paisaje. Las formaciones globulosas que dominan la parte inferior de ese cuadro fueron realizadas mediante la técnica del grattage —la aplicación de capas de color sobre la tela y el raspado de la superficie con una hoja de filo—. La convivencia inquietante de la abstracción y la figuración que identifica la producción de Aizenberg también está presente en sus dibujos y esculturas en madera, en los que despliega imágenes de cabezas humeantes, piernas femeninas emergiendo de estructuras cúbicas y bañistas de cuerpos blandos que visten trajes con diseños semejantes a circunvoluciones y surcos cerebrales. Aizenberg solía decir: “soy una máquina de tiempo” y, en efecto, su empeño por convertirse en un pintor clásico lo lleva a ser uno de los más contemporáneos.

Selección de Obras

ROBERTO AIZENBERG Sin título
1995 Óleo sobre tela 73 x 86 cm (Disponible)
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Sin título
1995 Metal 260 x 91,50 x 66 cm (Disponible)
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Sin título
1993 Óleo sobre tela 78 x 95 cm (Disponible)
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Homenaje a Matilde
1991 Óleo sobre tela 95 x 113 cm (Disponible)
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Sin título
1990 Óleo sobre tela 93 x 57 cm (Disponible)
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Pájaro
1982 Óleo sobre madera 80 x 60 cm
Sin título
1982 Óleo sobre tela 47 x 44 cm
Retrato
1982 Lápiz color sobre papel 66 x 50 cm (Disponible)
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Sin título
1977 Lápiz sobre papel 48 x 32 cm (Disponible)
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Privilegio de los reyes de Hungría.
1976 Serigrafía 78 x 58 cm (Disponible)
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Mujer
1970 Técnica mixta 46 x 27,5 cm (Disponible)
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Dos figuras
1964 Collage 49,5 x 32,5cm (Disponible)
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Sin título
1964 Lápiz sobre papel 27 x 21 cm (Disponible)
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Aparato
1964 Collage sobre papel 26 x 17 cm
Sin titulo
1963 Lápiz color sobre papel 24 x 15 cm (Disponible)
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Epístola a Hieronimus Bosch
1962 Técnica mixta 16,50 x 12,40 cm (Disponible)
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Padre y niño contemplando la sombra de un día
1962 Óleo sobre tela 45 x 35 cm
Incendio del Colegio Jasidista de Minsk en 1713
1954 Óleo sobre tela 29 x 20 cm
Torre
1950 Óleo sobre tela 40 x 30 cm

ROBERTO AIZENBERG CV

Nació en Federal, Entre Ríos, en 1928 y murió en 1996, en la Ciudad de Buenos Aires, Argentina.
Fue discípulo de Antonio Berni y Juan Batlle Planas.

Sus exposiciones más relevantes fueron en el Centro de Artes Visuales del Instituto Torcuato Di Tella, Buenos Aires (1969). Hanover Gallery, Londres y Suiza (1972), Galeria del Naviglio, Milán (1982). CDS Gallery, Nueva York (1992). Museo Nacional de Estocolmo (1989)

Sus obras se encuentran en el Museum of Modern Art, de Nueva York, The Jack S. Blanton Museum of Art, Texas. Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires, entre otras.

Exposiciones individuales

2014
Sin edad, sin tiempo, sin espacio, Ruth Benzacar Galería de Arte. Buenos Aires, Argentina

2013
Roberto Aizenberg, trascendencia / descendencia, Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat. Buenos Aires, Argentina

2012
Aizenberg y amigos, Proa. Buenos Aires, Argentina

2003
Escultura, sin titulo, emplazada en el Parque de la Memoria de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Costanera Norte), realizada por la Comisión Pro Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, la Universidad de Buenos Aires y la Legislatura Porteña, reinterpretando los planos de Aizenberg, donados por sus nietos. Argentina
Roberto Aizenberg, Galería Ruth Benzacar. Buenos Aires, Argentina
Art Basel Miami, Galería Ruth Benzacar. Miami, Estados Unidos

2001
El caso Roberto Aizenberg, Centro Cultural Recoleta. Buenos Aires, Argentina

1999
A Latin American Project: Roberto Aizenberg, Marcelo Bonevardi, Gonzalo Fonseca, Elsa Gramcko, CDS Gallery. Nueva York, Estados Unidos
Exposición Homenaje, Galería Van Eyck. Buenos Aires, Argentina

1995
Invitado de Honor Arte BA’95, Buenos Aires, Argentina
Roberto Aizenberg, Galería Klemm. Buenos Aires, Argentina

1992
Homenaje a Matilde, Galería Palatina. Buenos Aires, Argentina
Roberto Aizenberg: Drawings and Paintings, CDS Gallery. New York, Estados Unidos

1990
Oleos y Dibujos, Galería Jorge Mara. Buenos Aires, Argentina

1984
Dibujos, Galería Nueva Manufacta. Buenos Aires, Argentina

1982
Disegni di Roberto Aizenberg, Galería del Naviglio. Milán, Italia

1979
Oleos y dibujos, Galería Vermeer. Buenos Aires, Argentina

1975
Robeto Aizenberg, pinturas, esculturas y grabados, Art Gallery International. Buenos Aires, Argentina

1973
Pinturas y dibujos, Gimpel & Hanover Gallery. Zurich, Suiza

1972
Roberto Aizenberg. First European Exhibition of drawings, Hanover Gallery. Londres, Reino Unido

1971
Aizenberg. Una trayectoria (1950-1971), Galería Estudio Actual. Caracas, Venezuela

1970
Aizenberg, Oleos y dibujos, Galería Rubbers. Buenos Aires, Argentina

1969
Roberto Aizenberg: Obras 1947-1968, Centro de Artes Visuales del Instituto Torcuato Di Tella. Buenos Aires, Argentina
El Arte y el Misterio-lo mágico, lo desconocido, lo sobrenatural (dibujos), Galería Bonino. Buenos Aires, Argentina

1967
Collages, Galería Bonino. Buenos Aires, Argentina
XVIIIº concurso del premio Fondo Nacional de las Artes Dr. Augusto Palanza, Galería Witcom. Buenos Aires, Argentina
Autorretratos, Galería Rubbers. Buenos Aires, Argentina

1966
Dibujos, Galería Galatea. Buenos Aires, Argentina

1964
Artistas Independientes, Galería Van Riel. Buenos Aires, Argentina
Objetos, Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Buenos Aires, Argentina

1963
Joyas Modernas, Galería Rubbers. Buenos Aires, Argentina

1962
Collages, Galería Lirolay. Buenos Aires, Argentina
Oleos, Galería El Pórtico. Buenos Aires, Argentina

1961
Aizenberg, joyas, Galería Rubbers. Buenos Aires, Argentina

1958
Dibujos y collages, Galería Galatea. Buenos Aires, Argentina

1954
Pinturas y dibujos, Galería Wilensky. Buenos Aires, Argentina

Exposiciones colectivas

2021-2022
Reunión, Ruth Benzacar Galería de Arte. Buenos Aires Argentina.

2014
El círculo caminaba tranquilo/La Colección Deutsche Bank con obras del Museo, Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Buenos Aires, Argentina

2005
ARCO ’05, Ruth Benzacar Galería de Arte. Madrid, España

2004
ARCO ’04, Ruth Benzacar Galería de Aarte. Madrid, España
From White to Black, CDS Gallery. Nueva York, Estados Unidos
Malba, Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, Colección Costantini. Buenos Aires, Argentina

2003
Correo Argentino lanza la emisión de sellos postales “Pintura Argentina”, Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires. Buenos Aires, Argentina
Art Basel Miami, Ruth Benzacar Galería de Arte. Miami, Estados Unidos

2001
Del Río de la Plata, CDS Gallery. Nueva York, Estados Unidos

2000
Argentina: Bajo la Línea del Horizonte, Seminario FNA/Fundación Proa/Museo Guggenheim, Fondo Nacional de las Artes. Buenos Aires, Argentina

1999
A Latin American Project: Roberto Aizenberg, Marcelo Bonevardi, Gonzalo Fonseca, Elsa Gramcko, CDS Gallery. Nueva York, Estados Unidos

1998
The Age of Drawing: An International Scene, CDS Gallery. Nueva York, Estados Unidos
Cultura de lo surreal, Fundación Federico Jorge Klemm. Buenos Aires, Argentina

1995
The Second Generation, CDS Gallery. Nueva York, Estados Unidos

1994
ARCO ‘94, Galería Jorge Mara. Madrid, España
Donaciones Latinoamericanas, Museo de Bellas Artes. Caracas, Venezuela
Cien Obras Maestras Cien Pintores Argentinos 1810-1994, Museo Nacional de Bellas Artes, IIº Bienal Konex ’94. Buenos Aires, Argentina
20 x 20, (20 críticos convocan a 20 artistas); Fundación Banco Patricios. Buenos Aires, Argentina

1989
Arte en Iberoamérica 1820-1980, The Hayward Gallery, Londres; Moderna Museet, Estocolmo; Palacio de Velázquez, Madrid, España

1987
Art of The Fantastic: Latin América 1920-1987, Indeanapolis Museum of Art; itinerante:The Queens Museum, Nueva York, Estados Unidos. Center for the Fine Arts, Miami, Estados Unidos; Centro Cultural Arte Contemporáneo, México, 1988.
ARCO ‘87, Galería Veermer. Madrid, España

1985
Del pop-art a la nueva imagen, Galería Ruth Benzacar. Buenos Aires, Argentina

1984
Realismo: tres vertientes, Museo de América, Madrid, junio, Maison de L’Amérique Latine, Paris, Francia

1978
14 Artistes Argentins, Centre d’Art Plastique Contemporain, Art Curial. París, Francia
100 años de pintura y escultura en la Argentina 1878-1978, Banco de la Ciudad de Buenos Aires, Salas Nacionales de Exposición. Buenos Aires, Argentina

1976
Pintura Argentina Actual. Dos tendencias: Geometría-Surrealismo, Museo Nacional de Bellas Artes,. Buenos Aires, Argentina

1974
Grandes Creadores del Continente, Galería Estudio Actual. Caracas, Venezuela

1972
Arte Argentino Actual, Kunsthaus, Hamburgo, Alemania; Museo de Arte Villa Ciani, Lugano, Suiza
Arte de sistemas II, Museo de Arte Moderno de Buenos Aires; Centro de Arte y Comunicación (CAYC), Buenos Aires, Argentina

1971
Dibujos de Artistas Argentinos, Galería Carmen Waugh. Buenos Aires, Argentina
Arte Argentino Actual, Galería Kunsthalle, Basilea, Suiza; itinerante: Galería Christoph Durr, Munich, Alemania; Rheinisches Landesmuseum, Bonn, Alemania
Roberto Aizenberg, Jorge Kleiman y Noé Nojechowicz, Galería Benzac-Art. Buenos Aires, Argentina

1970
Arte argentino, Albright-Knox Art Gallery. Búfalo, Estados Unidos
24 Artistas Argentinos, Museo Nacional de Bellas Artes. Buenos Aires, Argentina
Pintura Argentina – Promoción Internacional, Fundación Lorenzutti, Museo Nacional de Bellas Artes. Buenos Aires, Argentina

1969
Panorama de la Pintura Argentina II, Fundación Lorenzutti, Salas Nacionales de Exposición. Buenos Aires, Argentina
Primera Muestra de Artes Plásticas, Galería Benzac-Art. Buenos Aires, Argentina

1968
Últimos Ingresos, Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Buenos Aires, Argentina

1967
Surrealismo en la Argentina, Centro de Artes Visuales del Instituto Torcuato Di Tella. Buenos Aires, Argentina

1965
Noé + Experiencias Colectivas, Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Buenos Aires, Argentina

1965
XXVº Salón de las Artes de La Plata, Museo de Arte Contemporáneo Latinoamericano. La Plata, Argentina

1964
Artistas Independientes, Galería Van Riel. Buenos Aires, Argentina

1963
VIIº Bienal de San Pablo, Brasil

1961
Arte Argentino contemporáneo, Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro. Río de Janeiro, Brasil

1960
Primera Exposición Internacional de Arte Moderno, Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Buenos Aires, Argentina
Catorce Pintores de la Nueva Generación, Galería Lirolay. Buenos Aires, Argentina
Pintura Argentina Joven, Museo de Arte Moderno. DF, México
Ciento Cincuenta Años de Pintura Argentina, Museo Nacional de Bellas Artes,. Buenos Aires, Argentina

1957
Inés Blumencweig y Roberto Aizenberg, Galería Plástica. Buenos Aires, Argentina

Premios

1992
Premio Siemens de la Crítica, XIIº Jornadas de la Crítica, Museo Nacional de Bellas Artes. Buenos Aires, Argentina

1985
Premio Dr. Augusto Palanza, Fondo Nacional de las Artes. Buenos Aires, Argentina

1968
Premio Pisano, Asociación Argentina de Críticos de Arte, Galería Witcomb. Buenos Aires, Argentina

1966
Premio Leonor Vassena, Galería Van Riel. Buenos Aires, Argentina

1965
Premio María Calderón de la Barca, Museo Nacional de Bellas Artes. Buenos Aires, Argentina

1964
Selección Vº del Premio Nacional Di Tella, Instituto Torcuato Di Tella. Buenos Aires, Argentina

1963
Selección IVº del Premio Nacional Di Tella, Instituto Torcuato Di Tella. Buenos Aires, Argentina

1961
Segunda edición del Premio Ver y Estimar, Museo Nacional de Bellas Artes. Buenos Aires, Argentina
Premio Werthein de Pintura Argentina, Galería Van Riel. Buenos Aires, Argentina

1960
Premio Ver y Estimar, Galería Van Riel. Buenos Aires, Argentina

Colecciones

Museo Nacional de Bellas Artes. Buenos Aires, Argentina
Museo de Arte Moderno de la Ciudad de Buenos Aires. Buenos Aires, Argentina
Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, Colección Costantini. Buenos Aires, Argentina
Fondo Nacional de las Artes. Buenos Aires, Argentina
Museo Fortabat. Buenos Aires, Argentina
Museo Provincial de Bellas Artes. La Plata, Argentina
Museo de Arte Contemporáneo de Rosario. Santa Fe, Argentina
Museum of Modern Art. Nueva York, Estados Unidos
Albright-Knox Art Gallery, Búfalo, Estados Unidos.
The Jack S. Blanton Museum of Art, The University of Texas, Austin, Texas, Estados Unidos.
Bronx Museum of the Arts. Nueva York, Estados Unidos
The Rhode Island School of Desing, Art Museum. Providence, Rhode Island, Estados Unidos
The First National Bank of Boston. Boston, Massachusetts, Estados Unidos
Museo de Bellas Artes de Caracas. Caracas, Venezuela
Museo de Arte Latinoamericano Contemporáneo de Managua. Managua, Nicaragua.

Textos

BOBBY VUELVE A CASA. Por María Gainza, 2003

Una bella muestra antológica en la Galería Ruth Benzacar rinde homenaje a la obra (y la vida) de Roberto Aizenberg, el hombre que –codo a codo con Xul Solar y Battle Planas, que fuera su maestro– reinventó el paradigma surrealista a fuerza de rigor, un clasicismo obstinado y una convicción estética ajena a todos los imperativos de la moda.

Bobby terminó de sacar punta a sus lápices y los ordenó de menor a mayor en el borde del pupitre. Acomodó la regla y el compás en la cartuchera, y miró hacia la profesora de Química, que terminaba de diseñar una estructura atómica. Pero sus ojos vieron más allá, mucho más allá de los satélites de tiza en el pizarrón: atravesaron las gruesas paredes del aula del Colegio Nacional de Buenos Aires, se filtraron entre los edificios de Plaza de Mayo y llegaron al río. Recién entonces Bobby empezó a trazar, nítido, el dibujito de una mano saliendo del agua. “Era algo doloroso, como si fuera que de mí creciera una fuerza ingobernable. Una cosa muy rara, de la que no registraba antecedentes”, recordaría más tarde Roberto “Bobby” Aizenberg, puesto a reconstruir sus comienzos en la pintura. Esa concepción del artista como instrumento de revelación, como aparato que recibe y transmite información, marcaría para siempre su obra. En estos días, la galería Ruth Benzacar expone una sugestiva selección de la obra de uno de los tres pintores filo-surrealistas más importantes que haya tenido la Argentina (incluyendo en la tríada a Batlle Planas y a Xul Solar). Pero si conviene entrecomillar “surrealismo”, es porque desde el vamos el movimiento llegó a nuestras orillas pasado por agua, tomado con pinzas por estos artistas que, más que nada, rescataron su espíritu. Así lo entendía Aizenberg: “Ser surrealista significa sentir –de un modo tremendo– el impacto de la existencia, desarrollar virtudes de visionario y perseguir a través de una paciente labor artesanal una constante indagación del conocimiento humano”. Su obra, sin embargo, carga con una sensación de contenida terribilità que refiere al orden de lo ominoso y contagia la sensación inminente de que las cosas más cotidianas nos asaltarán, de golpe, como fantasmas.

No importa el rótulo que se le ponga (afilando el lápiz, Aldo Pellegrini la describió como “geometría metafísica”), la obra de Aizenberg siempre termina por escaparse. No bien creemos reconocer las sombras alargadas y los maniquíes que lo emparientan con De Chirico, se nos aparecen los biomorfismos de Dalí o los arlequines de Max Ernst. Porque Aizenberg es un caso particular, como dictaminó lúcidamente Marcelo Pacheco en la retrospectiva del 2001 en el Centro Cultural Recoleta. Indiferente a las modas, Aizenberg comenzó a pintar a comienzos de los años cincuenta, al tiempo que el informalismo irrumpía en la escena internacional con la fuerza de una pelota de squash que impacta contra un lienzo. En esa “política del gesto”, el arte se volvió materia en estado bravío. En su inmaculado taller, lejos de todo enchastre informalista, Aizenberg abordaba su trabajo como un pintor clásico: “Soy una máquina de tiempo que desconoce el pasado, el presente y el futuro, porque no quiero permanecer encerrado en ninguna de esas cajas”.

Él seguía en lo suyo, con sus pincelitos de pelo de marta numerados del 1 al 20 y una técnica rigurosa que le permitió crear un mundo bajo el choque de dos espadas. Utilizaba el método del automatismo psíquico aprendido de su maestro Batlle Planas en una primera etapa del trabajo, cosa de hacer aparecer la imagen interna sin la intervención reguladora de la razón. Así, el pintor se volvía el “receptor del máximo de información con el mínimo de interferencia”. Más tarde, las creaciones automáticas sufrían un proceso de selección, que depuraba la imagen hasta llegar al hueso: “Una labor estricta, hasta diría cruel”.

Retomando el interés del artista por ciertos arquetipos universales, la muestra se proyecta como el retrato de tres obsesiones: las figuras geométricas de planos puros de color y negros plenos –que incluyen uno de sus “flotantes”, esos polígonos que se despegan del suelo, levitan y recuerdan, en su atmósfera cósmica, al tótem volador de 2001 Odisea en el espacio–; las figuras biomórficas cuyas combinaciones de colores rayan lo kitsch y las múltiples torres, de volúmenes prismáticos superpuestos –a veces lisos, a veces en hileras, pero siempre con tremendas sombras–, quenacieron disparadas por la Babel del Génesis y en sus innumerables versiones terminaron sugiriendo una puerta, un monumento, un templo, el edificio Kavanagh o hasta una cafetera italiana.

Aizenberg es el Piero della Francesca de la pintura moderna. No hay con qué darle. Su interés por la geometría, la composición simétrica, la calculada perfección, la reducción de las formas a lo esencial, los contornos precisos, las arquitecturas, la graciosa solemnidad de las figuras y, por sobre todo, un estado de apasionada concentración, son factores que lo ligan a través de los siglos con el pintor de Borgo San Sepulcro.

No sorprende, en un pintor tan preciso, esa hiperproducción de bocetos que florecen por todas partes, en los márgenes de los diarios, detrás de las invitaciones de las galerías de su época, en papeles comunes. Ahí están sus búsquedas, sus dibujitos. Muchos quedaron en el camino, víctimas del filtro de una precisión embarcada “en una búsqueda constante entre lo que veo interiormente y lo que está afuera”. Y también porque al rigor sumaba el uso de un óleo diluido en aceite que secaba lento, lentísimo, que sólo le permitía terminar cinco o seis cuadros por año pero que, en compensación, le permitía un acabado impecable.

Y también está la cuestión del tiempo. Hay en la muestra una obra que sobresale: un edificio color café con leche fría, sin puertas, con cuatro hileras horizontales de ventanitas negras perfectamente iguales y un horizonte bajo, como siempre en Aizenberg, que de tan bajo ni siquiera se ve porque el edificio lo cubre todo y porque atrás se levanta un cielo uva vieja que se ennegrece hacia lo alto. Es una imagen de un tremendo poder de resonancia.

En “La máquina que detenía el tiempo”, Dino Buzzati relata la creación de Diacosia, una ciudad rodeada por un campo electrostático donde el tiempo transcurre más despacio y los hombres envejecen con el doble de lentitud que el resto de los mortales. Por el shock de aceleración que supone para el organismo el contacto con el afuera, los habitantes se ven obligados a permanecer encerrados en esa selva de edificios inmensos. Las atmósferas de Aizenberg recuerdan a Diacosia cuando dan esa sensación de prisión perpetua dentro de un edificio tétrico y torvo, signo de cárcel, de cuartel, de hospital o de fortaleza, con un tiempo más vertical que horizontal –diría Bachelard– que no sigue el compás común sino que se encuentra suspendido o, por lo menos, ralentado. Y no tiene puertas para salir.

El montaje de la muestra recuerda el de los salones parisinos del siglo XIX. Su aire anticuado promueve un diseño expositivo en sintonía con esa obra de “deliberado anacronismo”, como la califica Nicolás Guagnini en el texto del catálogo. Después de ver tanta pared blanca en las galerías porteñas (una insistencia que se vuelve receta), el hecho, aquí, de que las obras no tengan miedo a acercarse, a susurrarse, a mecharse con otras de Batlle Planas, repasando lealtades y desvíos, es alentador. Que Aizenberg fue un “caso estudiado” lo atestigua el pequeño living armado en un rincón de la galería con obras de Siquier, Avello, Ballesteros, Polesello, artistas que en algún momento se detuvieron en la obra de Aizenberg para absorberla y devolverla en otras imágenes y nuevas. Esta historia afectiva que la galería presenta es su homenaje al maestro: es un “Bobby vuelve a casa”.

Hay tres incendios memorables en la historia del siglo XX. Uno aparece en el final de El país de nieve de Kawabata; otro es la historia real –que luego Mishima recreó en El pabellón de oro– ocurrida en Kyoto a finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando un joven aprendiz de monje quemó uno de los patrimonios culturales más importantes de Japón. El tercero lo pintó Aizenberg. No está en la muestra –el cuadro es propiedad de uno de sus más importantes coleccionistas– y acaso por eso sea inevitable recordarlo. Es Incendio en el Colegio Jasidista de Minsk en 1713, una pintura de apenas 20 x 13 cm en la que arde un colegio de Bielorrusia, y el humo viscoso que escapa por las ventanas y el techo vaticina un incendio que ocurrirá 50 años después, y del que Aizenberg no estaba al tanto. (Había elegido 1713 en homenaje a Breton, cuyas iniciales, dispuestas de un cierto modo, forman esa cifra.) En todos esos casos, el fuego surge como elemento destructivo y, a la vez, purificador. Esta ambivalencia –esta simultaneidad de opuestos– muestra que los instantes poéticos, no importa dónde aparezcan, siempre abren una perspectiva metafísica.

Aizenberg nació en 1928 en Villa Federal, la colonia de emigrados rusos de Entre Ríos. Incursionó en la carrera de arquitectura durante un año y pasó fugazmente por el taller de Antonio Berni, pero pronto se aburrió del dibujo académico. La “tierra prometida” la encontró, por fin, de la mano de Battle Planas. Con el espaldarazo de Aldo Pellegrini y de Jorge Romero Brest presentó su primera retrospectiva en el Di Tella, en 1969. En 1977 se radicó en París, luego pasó un tiempo en Milán y volvió a Buenos Aires en 1984. Murió en 1996, a los 68 años.

Tres de sus hijos “adoptivos” desaparecieron durante la última dictadura militar. Tratándose de alguien que entendía sus imágenes como la materialización de una comunicación misteriosa con el universo, y se veía a sí mismo como una antena capaz de captar lo desconocido, cabe la posibilidad de que ese primer boceto de una mano emergiendo del agua, nacido entre las paredes del mismo Colegio Nacional de Buenos Aires que años después conocería el terror, fuera una premonición de su propio destino.

Diario Página 12, 26 de Octubre 2003, Buenos Aires.

HISTORIA DE UNA PASIÓN SERENA. Por Fabián Lebenglik, 2001

Una gran antología recién inaugurada en el Centro Cultural Recoleta recorre la impecable y enigmática obra de un caso único en las artes visuales argentinas: Roberto Aizenberg. Pinturas, dibujos, esculturas, grabados, objetos, collages,  gráfica, diseño de joyas y bocetos (además de una muestra grupal de discípulos y seguidores) permiten asomarse desde diferentes ángulos a su gran obsesión: la destilación de los sueños y la transparencia de las pesadillas.

En 1954 Roberto Aizenberg participa de una exposición junto con otros condiscípulos del maestro Batlle Planas, en la Galería Wilensky de Buenos Aires. Allí presenta un dibujo y dos óleos. Una de la pinturas, enigmática y onírica, de apenas veintinueve centímetros por veinte, es El incendio en el colegio jasidista de Minsk, 1713. Allí se evoca un edificio rojo y oscuro (“de rojos nefastos” decía el pintor), en llamas, donde el humo –denso, compacto, inquietante– invade gran parte del cuadro.

Con el paso del tiempo la posteridad convirtió esa pequeña tela en una obra paradigmática de la producción del artista. “Desconozco qué me llevó a ponerle ese título”, dirá Aizenberg treinta y cinco años después. “Se me ocurrió al salir del taller de un amigo. El nombre pudo haber sido cualquier otro. Es posible que en Minsk haya habido colegios jasídicos y que hayan tenido lugar pogroms. Es probable que una de esas escuelas haya sido incendiada. No tengo datos y nunca me interesó buscarlos.”

El valor de ese cuadro conjetural como emblema de la obra de Aizenberg fue lo que llevó a los organizadores de la muestra a reproducirlo en la tapa de la tarjeta de invitación que se imprimió por centenares para ser masivamente repartida. Puntual, la tarjeta llegó a todos los destinatarios el día previsto: martes 11 de septiembre. Esa mañana, todos los que la recibíamos al mismo tiempo, estábamos estupefactos frente a la televisión, viendo en directo el incendio de las Torres Gemelas y viendo también la tarjeta como metáfora de una pesadilla que parecía anunciar la combinación nefasta entre fanatismo y terror. El arte tiene una fuerte carga premonitoria. En especial en Aizenberg, que cultivó en sus imágenes un clima onírico, pesadillesco, cabalístico, metafísico, poético.

Relación de un caso

Anteayer a la noche se inauguró en la Sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta (CCR) una muestra antológica de la obra de Roberto Aizenberg (1928-1996) que reúne 120 pinturas, dibujos, grabados, esculturas, objetos, bocetos, collages, diseños de joyas, gráfica y apuntes realizados entre fines de la década del 40 y 1994.

La exposición, curada por Marcelo Pacheco, con museografía de Gustavo Vásquez Ocampo, se divide en tres capítulos, y los paneles y plataformas que se utilizan para cada capítulo están pintados con colores diferentes (amarillo, celeste y verde claro) a su vez matizados con semitonos. Para acompañar y documentar la exposición el CCR imprimió un muy buen libro catálogo de 120 páginas.

Los capítulos no siguen una estructura lineal, ya que la cronología se yuxtapone alrededor de núcleos técnicos, formales y de sentido. El primer bloque abarca el período 1950-1976 y toma desde los comienzos hasta el inicio de la dictadura. Allí se traza un recorrido paralelo entre el dibujo y la pintura. En el primer caso se ve el predominio de la figura. En el segundo, el paradigma geométrico.

El segundo sector toma el período 1971-1976: pinturas, esculturas y grabados con desarrollos temáticos. Este sector hace centro en la muestra que Aizenberg presentó en la galería Art Gallery de Víctor Najmías en 1975, donde el artista desarrolla series temáticas y mezcla las figuras antropomórficas y la geometría.

El tercer capítulo muestra la obra del exilio en Europa –París, Tarquinia y Milán– y la vuelta a la Argentina.

La muestra lleva un título extraño: El caso Roberto Aizenberg. La idea de “caso” introduce la noción de lo excepcional. Aizenberg es una excepción en varios sentidos. En principio es un artista muy respetado y valorado desde joven, pero al mismo tiempo su difusión no logra salir del todo del círculo de los conocedores y colegas. También se habla de “caso” porque se lo ha asociado casi exclusivamente al surrealismo –él mismo reivindicaba el automatismo y la teoría surrealista– pero su obra nunca se ajustó completamente a aquella tendencia: hay un notable desajuste con el surrealismo en la práctica misma de su obra y en la particularidad de la imagen. También es un “caso” casi clínico por el rigor y el método obsesivo con el que trabajaba. Precisamente, en el tercer bloque de la exposición se incluye una vitrina de diez metros que constituye prácticamente una exposición autónoma, donde se exhiben desde los dibujos bellos y académicos que Aizenberg hacía mientras estudiaba con Antonio Berni, hasta el seguimiento del desarrollo de una obra específica, con lo que se ilustra sobre el “método Aizenberg”: la investigación visual implacable, la experimentación, la puesta a prueba, los bocetos y variaciones hasta encontrar lo que buscaba. La muestra completa puede verse como un trazo de series y repertorios que atraviesan de manera subterránea o manifiesta toda su producción. Núcleos larvales, formas incipientes que reaparecen varias décadas después, elementos y constantes, y así siguiendo.

La idea de “caso” también se verifica en el desarrollo a contrapelo de Aizenberg respecto de su época. El “caso” es a su vez un modelo cultural argentino, en el sentido de que hay toda una tradición que valora especialmente a los artistas, escritores, músicos, científicos e intelectuales que se abren camino en el límite del caso “clínico”, en contraposición o en ausencia de la idea de “escuela”. La estrella fugaz versus la constelación. Lo fenoménico contra lo cotidiano.

Autobiografía y exilio

En 1967 Aizenberg escribió una autobiografía poética que lo define: “Solitario-loco-atávico-melancólico-alegresurrealista-pintor-dibujante-filósofo-cuerno de la abundancia-introvertido extrovertido-nacido por consejo de los planetas mayores, el 22 de agosto de 1928. Mesopotámico bebedor de aguas angélicas y azules. Usa de preferencia pinceles de marta numerados del 1 al 20. Vuelo de colibríes en la tarde. Abundancia de príncipes panfletarios en las noches de otoño. Sus colores preferidos: los que conducen al interior de las selvas vírgenes; el color del ojo oblicuo del poeta; los colores del viento, el púrpura rojizo de las menadas. Los colores de las parturientas. Algunos rojos nefastos entrevistos en Minsk en 1713. La audacia de los argonautas”.

Roberto Aizenberg nació en Federal, provincia de Entre Ríos. Desde mediados de los años cuarenta comenzó a dibujar y en 1949 se larga también a pintar, cuando asistía al taller de Antonio Berni. Entre 1950 y 1953 estudia con Juan Batlle Planas. “Batlle declaró Aizenberg en 1975– fue la persona más importante que he conocido y la que me enseñó a pensar en el sentido más profundo del concepto. Y en ningún otro ser, ni en ninguna otra parte, ni antes, ni después de él, encontré nada que se asemejara a la realidad teórica o a la realidad práctica que Batlle nos transmitía”.

La producción de Aizenberg forma parte de lo más inquietante y enigmático de la pintura argentina moderna: un “caso”. Su obra parece reconstruir con gran precisión la materia de los sueños. Aunque si bien sus imágenes son oníricas, no por eso son borrosas, sino más bien absolutamente puras y nítidas, iluminadas con una luz fría, en un clima que muchas veces evoca una engañosa serenidad.

Él reivindicaba el surrealismo pero no formó parte de la avenida central del surrealismo argentino sino que, en todo caso fue un “surrealista equidistante”, como describía una de las muestras que realizó en grupo.

En 1964 el Instituto Di Tella lo incluyó en la exhibición Surrealismo en la Argentina. Jorge Romero Brest y el Di Tella fueron cruciales para la carrera de Aizenberg. Buena parte de su desarrollo artístico durante la década del 60 pasó por el Di Tella y sus cercanías –como la Asociación Ver y Estimar que había lanzado al pintor y dibujante en 1960–. Si el Di Tella funcionaba como institución consagratoria, Ver y Estimar era una suerte de antesala o prelanzamiento. También en 1960, Aizenberg formó parte de la “Primera exposición internacional de arte moderno”, en el entonces recientemente fundado Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Al año siguiente su obra fue incluida en una gran muestra de Arte argentino contemporáneo, organizada en el Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro. Dos años después participó de la cuarta edición del Premio Nacional de Pintura Torcuato Di Tella, e integró el envío argentino a la Bienal de San Pablo.

En 1964 formó parte de la selección del Quinto Premio Di Tella.

En 1969 el Centro de Artes Visuales del Instituto Di Tella organizó exposición retrospectiva de Aizenberg –que entonces tenía 40 años–, en la que se incluía 127 obras realizadas entre 1947 y 1968: 52 pinturas, 60 dibujos, 12 collages y tres esculturas en madera. A partir de entonces comienza una carrera internacional: expone en museos y galerías de Estados Unidos, Suiza, Gran Bretaña, Alemania, Colombia, Italia, España y París, ciudad donde se radica en 1977, porque la dictadura había secuestrado y hecho desaparecer a los hijos de su mujer, Matilde.

Regreso y descendencia

Su doloroso regreso se produce con la vuelta de la democracia. Ejerce la docencia, arma un taller, sigue participando de exposiciones nacionales e internacionales.

En 1992, el atentado a la Embajada de Israel marca el inicio de una fuerte depresión y la recaída de problemas cardíacos que lo perseguían desde hacía veinte años. Pero sigue pintando y en actividad. Luego de dos operaciones muere en febrero de 1996.

La obra obsesiva de Aizenberg se construye alrededor de la destilación de los sueños y la transparencia de las pesadillas. Su imagen aparece siempre incrustada en un espacio sin tiempo, y por detrás subyace un eco religioso que se fue purificando a lo largo de las décadas. Varias veces utiliza como modelo de sus figuras libros de medicina, modas y deportes del siglo XIX. Ese anacronismo juega y se combina con elementos y técnicas del presente y del futuro hasta conseguir una certeza paradójica: mientras más seguro parece el artista, más misteriosa su obra y más enigmática para el espectador. Pero la certeza no es sólo cuestión de imagen sino también de construcción, estructura, composición, técnica.

Su producción irradia una rara severidad que apasionó a varios discípulos y seguidores jóvenes que precisamente ahora están presentando, en otra sala del mismo Centro, una muestra grupal de homenaje al maestro: Iván Calmet, Nessy Cohen, Alejandro Dron, Gabriela Francone, Nicolás Guagnini, Magdalena Jitrik y Luis Lindner. Como puede verse en el contagio del virus Aizenberg, su obra es notablemente inspiradora: un modelo estético y ético.

La combinación de racionalidad y cábala, de sueño y metafísica, ejerce un magnetismo fuerte para el espectador, porque se hace visible la conmoción contenida de las obras. Uno de los elementos centrales de su obra pictórica es la construcción y el monumento. Hay un poder evocativo en esas arquitecturas, porque son emblemas de lo urbano, de lo sagrado en lo cotidiano, de cierta nostalgia del humanismo que el mundo iba perdiendo. Las construcciones de Aizenberg se levantan solitarias y generalmente asfixiadas en el espacio de la tela.

Pero la concepción arquitectónica va llevando al artista a la relación ineludible con la figura humana como si los encuentros y desencuentros entre el hombre y la arquitectura fueran el resultado de sucesivas citas a ciegas alternativamente fallidas o exitosas. La arquitectura en la obra de Aizenberg es fundamentalmente una relación entre la plástica y el humanismo. Pero al mismo tiempo el rastro urbano resulta amenazante y pone en peligro a sus personajes. “Todo lo que existe debe ser pintado como un enigma –decía el artista– ya que el arte como pura metafísica plantea enigmas facilísimos e insolubles a los hombres que creen saber todo.”

Diario Página 12, 23 de Septiembre 2001, Buenos Aires.

EL JOVEN MAESTRO. Por Eva Grinstein, 2001

El Centro Cultural Recoleta inaugura este mes una gran retrospectiva de Bobby Aizenberg, el más interesante cultor argentino del surrealismo y la pintura metafísica. La muestra recupera a un artista consagrado en los sesenta, exiliado en los setenta y casi olvidado en sus últimos años.

Dicen quienes lo conocieron que Bobby Aizenberg (1928-1996) era una muy buena persona. Alguien comenta al pasar que “no era fácil”, en referencia a su carácter. Franca Beer, esposa de Guillermo Roux (uno de sus amigos más cercanos) ajusta el concepto: “Siempre se sintió alguien que tenia un don y trasuntaba esa conciencia en su personalidad; no era soberbio, imponía respeto. Era especial y lo sabía”.

Tempranamente reconocido como ‘joven maestro’, en 1969 Aizenberg fue invitado a presentar una retrospectiva de su obra en el Instituto Di Tella. Tenía cuarenta años, porte de príncipe y un talento multifacético para las artes visuales que se desplegaba en pinturas, dibujos, esculturas y grabados. Sus imágenes eran señaladas como metafísicas y surrealistas: él se declaraba cultor del automatismo a pesar de que cada obra era la síntesis de infinitos bocetos, pruebas, cálculos y dibujos previos. Este mes, el Centro Cultural Recoleta presenta una antología de Roberto Aizenberg que promete revelar en toda su magnitud la figura de este gran artista argentino del siglo XX.

Aizenberg nació en 1928 en el pueblo entrerriano de Villa Federal, hijo de inmigrantes rusos. En la adolescencia se descubrió a sí mismo como pintor pero la incorporación decisiva en el mundo del arte se concretaría recién después de 1950, año en que conoció a su maestro Juan Batlle Planas. Batlle formaba parte de una generación signada por la vanguardia europea, y más específicamente por las aventuras pictórico-literarias del surrealismo: sus enseñanzas acerca de la creación automática –liberadora de zonas inconscientes- marcaron la obra de Aizenberg. Entre 1947 y 1968, período que fue abarcado en la consagratoria muestra del Di Tella, el artista realizó una obra contundente e inquietante, con frecuencia complementada con títulos de rara poesía. Por ejemplo, Ciudad engalanada para recibir a los príncipes de la Baja Sajonia, un hipotético paisaje en el que se apreciaba su tendencia a la geometría.

En los setenta, la tragedia del país irrumpió en su vida de un modo intolerablemente violento: los tres hijos de su mujer, Matilde Herrera, fueron secuestrados y desaparecidos. Para ese entonces Buenos Aires ya era una noticia lacerante que llegaba de lejos: se instalaron en París, Tarquinia y Milán. A su regreso, el país era otro y él también. Sus cuadros se volvieron cada vez más herméticos y despojados, la ironía de sus títulos dio paso a un lacónico repertorio de pinturas, torres y monumentos acompañados por la numeración correspondiente. Hasta su muerte, en 1996 (su corazón ya había recibido demasiados golpes) continuó exponiendo esporádicamente sus trabajos, aunque ya no volvió a gozar del reconocimiento que había tenido antes del exilio. Curiosamente, o no tanto, hoy muchos artistas jóvenes lo reivindican como un referente ineludible.

PAGAR LA DEUDA

La exposición en el Centro Cultural Recoleta era una cuenta pendiente: el propio Aizenberg se había acercado al Centro pero no pudo concretar el proyecto de armarla. La actual directora, Nora Hochbaum, sintió el año pasado que el Recoleta le debía un lugar en la programación de la sala Cronopios, dedicada a revisar la trayectoria de artistas fundamentales para la historia del arte argentino.

Hochbaum convocó a Marcelo Pacheco, curador y teórico local que ha ganado merecido prestigio internacional con sus presentaciones, siempre exhaustivas y bien documentadas. Pacheco, quién nunca tuvo trato personal con Bobby, se lanzó a la tarea de recuperar, recorrer y analizar su obra, y el resultado es la muestra de más de un centenar de piezas que se podrá ver a partir del 21 de este mes.

“La muestra no tiene una intención retrospectiva estricta –comenta el responsable de la investigación-, no realiza un rastrillaje cronológico de etapas sino que se propone como una aproximación ‘clínica’, por eso la llamamos El caso Bobby Aizenberg”. La diversidad de técnicas que el artista utilizó quedarán comprendidas en este vuelo panorámico sobre su producción, dividido en cuatro grandes zonas. Pacheco las enuncia: “Una primera parte incluye pinturas y obras sobre papel de los cincuenta y sesenta, en los que se contraponen a grandes rasgos paisajes y figuras humanas. La segunda parte tiene obra de los setenta y es un conjunto que mostró en la galería de Najmías; la tercera parte abarca los últimos años, los ochenta y noventa, y son obras en papel de gran tamaño que, para mí, exhiben su veta más interesante”.

Un último apartado intentará relatar, más allá de fechas y técnicas, el sistema de trabajo de Aizenberg, célebre por su rigor, perfeccionismo y meticulosidad. Una selección de apuntes, notas y cálculos de proporciones permitirá desandar los pasos de las obras definitivas, poniendo en primer plano una instancia –la del trabajo concentrado en el taller- que por lo general suele darse por sobreentendida. Esta apuesta de la curaduría es, a priori, uno de los aspectos más interesantes de El caso Roberto Aizenberg. La otra decisión relevante de la propuesta es la producción de un completo catálogo que incluirá, además de reproducciones color, tres estudios sobre el surrealismo en la cultura argentina (a cargo de Guillermo Whitelow, Adriana Lauría y Jorge Dubatti), una cronología biográfica (Gabriela Francone), bibliografía (Silvia Beláustegui) y un breve dossier de textos históricos.

AMIGOS Y ADMIRADORES

“Yo había escuchado a Ruth Benzacar y a Juan Carlos Distéfano hablar mucho sobre Aizenberg –cuenta Pacheco-, lo que me encontré al revisar sus archivos es la obra de un artista absolutamente riguroso, que usaba el automatismo como disparador pero que después ejercía una evidente elaboración que desembocaba en la imagen”.

En cuanto al método de trabajo, Bobby mantenía diferencias con colegas y amigos. Distéfano, cuyo uso del absurdo suele ser estratégico, compartía sin embargo con él una enorme afinidad. Guillermo Roux, otro de sus allegados, recuerda en estos términos la relación que los unió: “Nuestra amistad era todo lo complicada que podía ser, tratándose de personalidades diferentes. La mía, sensual y expansiva, la de él, hermética y metafísica. Conversábamos mucho de arte. Con esa intensidad con que él expresaba sus afirmaciones, que escondían al mismo tiempo la necesidad de respuestas. Era un hombre fino, discreto, bien educado. Amaba su oficio y lo cumplía en profundidad, esperando pacientemente, como los clásicos, que el óleo se secara entre capa y capa”. Con respecto al automatismo, señala: “Él lo colocaba en el centro de toda creación. Producía automáticamente infinidad de dibujos, cuya selección para llevarlos a cabo le provocaba angustia, ya que, para poder pintarlos, empleaba meses en cada trabajo. Es una contradicción que trató siempre de resolver”.

Aldo Pellegrini, crítico y escritor que jugó un rol central en la legitimación local del surrealismo, publicó en los cincuenta varios artículos que acompañaron con naturalidad el desarrollo de Aizenberg como artista. En una nota aparecida en la revista A partir de cero, en 1952, decía: “El surrealista no se resigna, es esencialmente disconformista, y partiendo del principio de que la fuente de todo conocimiento está en lo interior del hombre, se sumerge en el propio espíritu, atravesando el plano racional, y allí, en lo más hondo de su yo, encuentra el mundo”.

En los últimos años de su vida, Aizenberg buceaba y se topaba con oscuridades infranqueables. Tristeza. Pérdidas. Desencanto. Sin embargo, seguía trabajando. Roux observa que “era un gran artista, de esos que ya no quedan. De profundas convicciones, un sentido ético del arte y de la vida, y una solidez moral que demostró en los momentos más trágicos de su existencia. A pesar de todo lo que le pasó, creía en el Arte y en el hombre, en un momento en que el cinismo se expande cada día. Bobby era un clásico”.

La actualidad del clásico quedará sellada en El caso Roberto Aizenberg, con la presentación paralela de una segunda muestra en la que un grupo de artistas jóvenes le rendirá una suerte de homenaje. Gabriela Francone, Luis Linder, Magdalena Jitrik, Iván Calmet, Alessandro Dron, Nicolás Guagnini y Nessy Cohen (los dos últimos fueron sus discípulos) mostrarán con sus obras por qué respetan el legado de Bobby Aizenberg.

En un país en que muchas genealogías fueron abruptamente truncadas, este tributo generacional resulta un gesto más que sugestivo: algo habrá hecho Bobby para ganarse esta admiración.

Revista EGO, año 1 Nº7, septiembre 2001, Buenos Aires, páginas 20 y 21.

DISCIPLINA DE LA INTUICIÓN. Por Inés Katzenstein, 1995

El taller de Roberto Aizenberg está al fondo de su casa de San Telmo. Sólo su cuerpo parece moverse allí dentro sin quebrar la pulcritud; un orden que empieza en los pinceles, en los pomos de pintura alineados por color, que continua intacto en un sobre de pequeños bocetos fechados, en la arquitectura, y en el paisaje de las obras que dan la cara al taller, esperando el momento en que Aizenberg vuelva a ellas, les modifique el fondo o la intensidad de un color.

El piso de cemento claro no tiene manchas. Hay un leve perfume a madera que emana de los cientos de bastidores, no a pintura fresca. Sin embargo, Aizenberg pinta todos los días. Y casi todo el tiempo: “Si pudiera estaría 24 horas acá adentro. Pero hay que dormir, así que trabajo 10 o 12 horas corridas.”

Inés Katzenstein: Esta organización es una necesidad?
Roberto Aizenberg: Sí, necesito orden en todo, es algo inexplicable, como los son tantas conductas. Encuentro coherencia total entre el orden en el que trabajo y el orden de las obras. Para mí no existe la incoherencia.

I.K.:  Tiene también un orden en el momento de pintar?
R.A.: Trabajo desde hace muchos años con un método, el automatismo; un modo mediante el cual es posible lograr un máximo de información con un mínimo de interferencias. La idea es que hay que crear como lo hace la naturaleza, sin ideología y sin dogma. Sin preconceptos. Hay que pintar con la naturalidad de la respiración, como fluye la sangre.

I.K.: No le parece utópica la idea de “pintar sin ideología”?
R.A.: Sé lo difícil que resulta el automatismo puro, pero trabajo a partir de pequeños bocetos en lápiz, que he logrado que me salgan totalmente armados, listos para ser metidos al horno. Después, es el cuadro el que manda, el que te va guiando. A veces se pone perverso y te conduce por el camino equivocado, pero si te dejás llevar, el asunto se reencamina solo. Así que voy trabajando varios cuadros al mismo tiempo, esperando que se sequen y dejándolos ahí hasta que aparezcan soluciones nuevas. En la pintura, como en la ciencia, la cuestión es investigar, porque las cosas se resuelven por prueba y error. Si hay algo que incomoda hay que probar y probar hasta que aparezca la solución.

 

Artinf, año 19 Nº 90 otoño 1995.

ROBERTO AIZENBERG. ESPACIO QUE ES MEMORIA. Por Osiris Chiérico, 1992

“El corazón que palpita por este mundo se ha ido casi extinguiendo en mí. Es como si mi única vinculación con “estas” cosas fuese la memoria”
Paul Klee, 1915

La memoria de seres, objetos y paisajes que están más allá de este lado de la visibilidad ha sido una recurrencia constante en la obra de Aizenberg, sus ojos hacia fuera.

Recuerdo de él una exposición totalizadora, dicho esto más allá del carácter de retrospectiva que se le había dado, quiero decir, en un sentido revelador de un proceso personal: la que se realizó en el Instituto Di Tella a mediados de 1969. A partir de ella muchas cosas pasaron en su obra, de alguna manera prefiguradas en ese conjunto que posibilitaba una participación tan activa en su interioridad, participación prospectiva que se confirmó en sus muestras posteriores, inclusive en lo que anticipó de la última.

Decía que pocas veces un proceso de ese carácter revelaba sus mecanismos con tanta dramática desnudez, con tanta autodespiadada voluntad de testimonio, con tanta asunción de un tema iluminado y prevalente. Recuerdo, insisto, entre los dibujos y los óleos de su primera etapa –que después invadirían la tridimensionalidad, el tremendo, angustiante “incendio del Colegio Jasidista de Minsk” y el otro extremo, las obsesivas figuras geométricas desde las que desarrollaba una experiencia, en la que cada paso agudizaba el avance sobre dimensiones cuya pureza, cuya incontaminación, las ubicaban no ya en otra realidad, sino más allá aun, en otra metafísica. Reclamaban esa filiación las solitarias torres de ventanas vacías, elevadas sobre paisajes silenciosos, las ciudades abandonadas frente a las que se abisman los minúsculos testigos, los “collages” de misteriosas relaciones y después su extremado correlato en formas simples: cuatro cuerpos irregulares, por ejemplo, cruzados por rayados paralelos, proyectados en sombras sobre el plano de sostén, los que podían llevar a significar una secreta irrealidad.

Pero. En aquella memorada muestra del Di Tella, y sobre todo frente al ascetismo límite de algunas de sus proposiciones, esa secreta irrealidad se revelaba, no como el anverso de una realidad determinada, que podía ser la realidad de las ventanas, de las ciudades, de la soledad, del silencio, hasta del infinito que podía percibirse, hasta imaginarse más acá, sino la inasible irrealidad de otra realidad desconocida ¿la invisibilidad de una visibilidad?- para la cual los signos enunciadores iban perdiendo poco a poco sentido o eficacia alusiva. La angustia que suscitaban esas figuras simples suspendidas ¿o aparecidas?- en espacios tan densamente vacíos como sobrenaturalmente iluminados, prefiguraban otro movimiento, de turbador, de sobrecogedor vértigo. Y  anticipaba una pregunta: ¿después de esto, qué?

La respuesta fue dada por su obra posterior. Aizenberg llegó, no sin atravesar dramáticas instancias, hasta ese límite más allá del cual sólo cabe el vacío- el color y las formas se habían ido convirtiendo casi en ectoplasmas a punto de evanecerse totalmente en solo un aliento de evidencia- y desde allí fue retornando, enriquecido por esa experiencia extrema, casi un exilio, estrechamente ligada a lo místico. Y sus imágenes posteriores –pictóricas y escultóricas- retomaron corporeidad sin perder por eso nada de su enriquecimiento, los despojamientos casi totales de la encarnadura. Como dijera Matilde Herrera anticipando todo lo que de centro de esa memoria tendría ella en sus obras mismas: “Vendrán entonces ellos, los personajes, y no habrá estremecimientos. Porque ya será claro que toda cabeza puede ser objeto, que cada cuerpo brota hacia formas imprevisibles, que carne y huesos desaparecen dejando lugar al espacio”.

Ese espacio que es memoria, el gran tema de Roberto Aizenberg.

Revista ARTINF, año16 Nº83, Primavera 1992.

Griselda Gambaro, 1991

Frente a estos cuadros de Roberto Aizenberg la palabra se vuelve insuficiente, como si el universo del ojo -imagen y mirada- fuera territorio de difícil contacto con las certezas y ambigüedades de la lengua. El mundo está presente en estos cuadros y el primer impulso es el silencio. El mundo está presente -pintado-, fragmento y totalidad, y cada palabra que intente discurrir a partir de, comentar, rozar lo que la pintura dice, bordea el sacrilegio de lo innecesario. Sin embargo, estos cuadros están hechos para que los goce y los padezca la mirada, pero también para que el pensamiento y la memoria los sobrevuelen más tarde. Desde ese lugar de la memoria, la lengua intenta su discurso, no atada por la presencia visual, imagen que arrolla la palabra para provocarla después.

Y se vuelve a lo mismo: todo está dicho ahí, en esos rostros de una proximidad atemporal y ciega sobre fondos azules o rojos que no erigen paisajes, geografías de torres inhabitadas alguna vez reconocibles. No hay otro paisaje que no sea el de la personal vicisitud. Pero la vicisitud se transforma en línea y dibujo, en  color inventado sobre el propio color, en rostros donde la carne es plana con el peso y la sangre del plano, contragolpe de la pintura para abrir un espacio a la realidad de lo que somos. Todo está dicho ahí, en esos cuadros, en su dibujada austeridad, en la inmovilidad/móvil de sus figuras, en el universo sobre la tela que pide el ojo y la mirada para llevarnos al mismo oficio de persistencia y vigilia. Incógnitas y sufrimientos están ahí, las pérdidas y el vacío.

La pintura es un arte silencioso. Pero siempre, en manos de un gran maestro, quiebra su silencio. Todos los silencios.

 

Crítica utilizada en el catálogo de la exposición “Homenaje a Matilde”, en la Galería Palatina, diciembre de 1991.

 

 

LO VACÍO Y LO LLENO. Por Italo Calvino, 1983

Lo vacío y lo lleno decidieron intercambiar sus papeles. Todo lo que era vacío se volvió lleno y todo lo que era lleno, vacío. Las casas se convirtieron en bloques compactos cuyos intersticios vacíos ocupaban el lugar de las paredes interiores y de los cielos rasos, separando habitaciones en forma de cubos sólidos, perforados por cavidades vacías que reproducían las formas de los objetos y de los muebles. Que las puertas y ventanas estuvieran abiertas o cerradas no hacía diferencia alguna, porque el aire de las habitaciones era cemento inmóvil y en cambio las cosas que habitualmente se pueden robar, eran aire.

Las personas eran envoltorios vacíos, pero había pocas dispuestas a perder la rigidez y la gravedad que caracterizaban su autoridad y firmeza de carácter: más aún, su empaque era mayor que nunca y dilataban sus propias dimensiones, ya no constreñidas en los límites de su consistencia corporal. Uno puede disponer el propio vacío con más facilidad que la propia consistencia, estirándose o ramificándose, y cuanto más sea el vacío de que dispone, mejor parado quedará. En cambio los que hubieran querido poseer un espacio interior donde recogerse, inútilmente buscaban en el fondo de la propia alma: el refugio que esperaban encontrar estaba obstruido, relleno de ripio, emparedado.

Todos estos fenómenos afectaban más el adentro que el afuera. Las superficies exteriores habían conservado toda su importancia y hasta se puede decir que el mundo era sólo superficie debajo de la cual había el vacío o una densidad espesa y homogénea. Ambos modos de ser, vacío y lleno, deparaban en su uniformidad pocas sorpresas: y como el dentro era inerte e insípido, lo único interesante que quedaba era el fuera. Del mundo no existía más que una cáscara delgada: todas las formas se podían reducir al tegumento chato, abigarrado y articulado que revestía su engañosa apariencia tridimensional, como una caparazón de crustáceo. Toda presencia física (entre lo viviente y lo inanimado no subsistía ninguna diferencia) se podía descomponer en láminas, losetas, escamas, ensambladas por presión recíproca como las duelas de una barrica que se sueltan si se rompen los cercos de hierro que las sujetan.

Que en un mundo así dominara la madera (alfajías cepilladas, tarugos macizos) o el metal (en láminas o en lingotes), es cuestión secundaria.  Más importante sería saber cuáles eran las pasiones dominantes –ambición, angustia de soledad, arrebato de crueldad, de aniquilamiento, deseo de posesión, nostalgia- que agitaban los corazones, llenos o vacíos.

Hay quien dice que todo era como esto. Hay quien dice que aquel mundo no es sino éste donde habitamos nosotros, que no lo sospechamos distinto de lo que debería ser, y no nos damos cuenta de nada. Hay quien dice que Bobby Aizenberg supo todo esto, y que se ve al mirar sus dibujos.

Traducción de Aurora Bernardez del texto para la muestra de Roberto Aizenberg en Galería Il Naviglio, Milán, 1983. Publicado en ARTINF, año 8, Nº46-47, Junio-Julio 1984. Página 9.

 

AIZENBERG. OBRAS 1947/1968. Por Romero Brest, 1969

En la variada gama de actitudes que adoptan los artistas visuales hoy en día, se destaca la de Roberto Aizenberg, no sólo porque sigue cultivando el lenguaje pictórico, y con singular ahinco, cuando muchos lo abandonan, sino porque lo hace respetando encuadres muy antiguos. Sin hacer teoría y sin que le importe la teoría de los demás, menos el juicio crítico, fuere de quien fuere, como si cumpliese una tarea de iluminado.

Creo que por tal motivo resulta imposible ubicarlo en el panorama universal de la pintura, pues si bien parece surrealista, su imaginación trabaja menos con el inconsciente que con una consciente intelectualidad; a pesar de las variaciones temáticas y aun de factura que apreciará el público a lo largo de los años, con una consciente intención enderezada a la permanencia de las formas que hace. Variaciones que por otra parte sólo acusan mínimos cambios en su mundo de fantasía y realidad.

Es más fácil, en cambio, ubicarlo en el panorama de la pintura nacional, dentro de la línea que de alguna manera iniciaron ciertos retratistas del pasado siglo y se continúa en la obra de Emilio Pettoruti y José Antonio Fernández Muro, por citar únicamente a los creadores. Línea de dureza expresiva que excluye la contingencia pero también la necesidad, y de buen oficio como debía ser, correspondiendo a una faceta de nuestro carácter.

Sin duda su actitud ex-céntrica instaura la excepción que confirma la regla que me empeño en tornar explícita para el ejercicio de una lengua nueva, artística pero no pictórica. De donde deriva el interés apasionante que justifica esta exposición. Forma parte del juego limpio que planteamos a cada instante, deseosos de no caer en estereotipos que no por ser nuevos serían menos peligrosos que los viejos, ya que el peligro se halla en la estereotipación.

Prologo del catálogo de la muestra retrospectiva “Aizenberg”, en el Centro de Artes  Visuales del Instituto Torcuato Di Tella, exposición nº 64, del 3 al 29 de junio de 1969.

AIZENBERG. Por Aldo Pellegrini, 1969

“La verdadera poesía es metafísica” Antonin Artaud.

Ninguna de las artes como la pintura ha evolucionado en los tiempos modernos a un ritmo tan vertiginoso en busca de un lenguaje lo más apartado posible del lenguaje tradicional. Una vez abandonado el principio de imitación, que parecía el impedimento para expandirse, la pintura se lanza a la exploración de un inmenso campo de posibilidades que se extiende desde el cultivo de la pura sensación, el simple placer visual, hasta el buceo mediante el mecanismo de la imagen de las más recónditas e ignoradas profundidades del espíritu.

Un cuadro moderno no constituye ya un fragmento extraído del mundo de las apariencias al que debe someterse el mundo de la imaginación. Con todo, no puede dejar de señalarse que ese sometimiento de la imaginación a la realidad ha sido en casi todos los tiempos bastante relativo. Muy a menudo ha ocurrido que el artista tratara de ubicarse en la zona intermedia entre los polos de lo imaginario y lo real, con indudables acercamientos al polo de la imaginación pura en algunos grandes momentos de la historia de la pintura.

También la pintura pareció siempre limitada a su papel de arte estática, que fija un solo momento del transcurrir de los seres y las cosas. Pero aquí también, ya desde épocas pasadas y con mayor decisión en los tiempos actuales, ha querido y quiere abandonar el estatismo para captar esa cosa inasible que es la sucesión, ese impalpable componente de la vida que denominamos tiempo, ese instante misterioso en que algo es y deja de ser simultáneamente.

No es raro que estas consideraciones sobre el destino de la pintura surjan al contemplar la obra de ciertos artistas que como Aizenberg replantean la validez, con un enfoque personal, de los principios fundamentales de la expresión plástica; o para decirlo con más claridad, la obra de un pintor que como Aizenberg, incorpora en su pintura elementos que parecen estar más allá de la pintura.

En sus cuadros intenta revelar esos mundos soñados o presentidos, esos mundos cubiertos por una niebla que el pintor desgarra totalmente para ofrecerlos con la más estricta precisión, ubicados en la zona límite que no corresponde ni a la vida ni a la muerte sino a una oscura aspiración que por no disponer de otro término llamamos inmortalidad.

Los cuadros de Aizenberg nos presentan una verdadera coagulación del silencio; esa sensación de profundo silencio que también emana de algunos cuadros de la época metafísica de De Chirico. Una extraña suspensión de todo ruido que quizás proviene de la intemporalidad en la que el artista sitúa las cosas, o mejor dicho, ese nivel del tiempo en que lo antiguo y lo moderno se identifican. Silencio metafísico de las cosas que han vivido largo tiempo más allá de lo humano y que ahora se reintegran al hombre.

Después de algunos ensayos iniciales, la obra de Aizenberg ha recorrido una definida trayectoria en la que se ha ido depurando permanentemente. Toda su evolución constituye un neto proceso de depuración, equiparable a la depuración alquímica, en busca del oro esencial de la pintura. En su mecanismo utiliza tres elementos primordiales: el espacio, la luz y la arquitectura, está última como manifestación de la presencia del hombre. La  relación del arte de Aizenberg con la alquimia no sólo estriba en la constante búsqueda de una esencia formal, sino en el dotar a esa esencia formal de una honda simbología metafísica.

Esa pintura nos enfrenta a oscuros dilemas: el estado de vigilia ?no es acaso sólo un sueño?, y el estado de sueño ?no es acaso la penetración en el único mundo real?

El planteo de estos interrogantes revela la vinculación de la obra de Aizenberg con el surrealismo. En efecto, iluminado por las obras y las ideas surrealistas, el artista vio abrirse el inmenso campo de exploración de lo desconocido que ofrece el universo de lo psíquico, universo que lo contiene todo: el mundo exterior y el mundo interior.

El surrealismo no es más que una incitación a no detenerse, a penetrar sin temor en el dominio del misterio, que es, tanto o más que el de la rutinaria vida cotidiana, patrimonio del hombre.

Con el fin de cumplir su misión de revelador de misterios, Aizenberg estudió minuciosamente el lenguaje de su arte para alcanzar con su material de signos, el dibujo y el color, esa difícil zona de comunicación integral que es la aspiración de todo artista. La comunicación integral se produce cuando lo comunicado arrastra consigo un particular componente afectivo que conocemos con el nombre de encantamiento, y que constituye, en definitiva, la esencia de todo arte auténtico. Y aquí es necesario destacar que el fenómeno del encantamiento vincula al arte con la magia, la que no representa más que los estrechos lazos afectivos que vinculan secretamente todo lo que existe. Lo que impresiona inmediatamente al contemplar los cuadros y dibujos de Aizenberg es la perfección técnica, el acabado impecable. Pero esta perfección no representa sólo la ambición artesanal de un hombre en procura del dominio absoluto de su arte, sino que es la cualidad formal que corresponde exactamente, que se adecúa mejor, al mundo que quiere expresar Aizenberg. Para el logro de esa perfección, Aizenberg elimina todo lo accesorio, así como cualquier rastro que signifique duda, impulso incontrolado, en un esfuerzo casi ascético por recurrir solamente a lo esencial. Pero aunque elimine toda huella relacionada con lo vital inmediato (que incluye el error, la vacilación y hasta la torpeza), su obra presenta una curiosa palpitación que, aunque apartada de la vida común, refleja la sorprendente vitalidad de lo visionario.

En los comienzos de su labor artística Aizenberg practica intensamente el dibujo; luego, desde 1949 a 1954, pinta y dibuja en busca de las imágenes que habrían de constituir el “leit motiv” de su obra. En 1954 pinta un cuadro: “Incendio del Colegio Jasidista de Minsk en 1713” que revela ya la madurez de su estilo y en el cual se encuentran casi todos los elementos de su obra futura.

En el año 1959 puede situarse otro cuadro significativo para su evolución que lleva el título de “Europa amiga mía”. Este cuadro representa la máxima depuración alcanzada por el artista, e inicia una serie de cuadros de abstracción metafísica que culminarían en sus recientes creaciones.

Hay un motivo que domina en toda la obra de Aizenberg. Este motivo está representado por construcciones casi abstractas, de conformación ortogonal o poliédrica, frecuentemente en forma de torre, con ventanales repetidos en serie y desprovistos de toda ornamentación. Esas construcciones se yerguen iluminadas por una luz purísima en un espacio de transparencia total. Otras veces son muros como agrietados por máculas dispuestas como los ventanales en riguroso orden serial. En muy pocas ocasiones nos presenta paisajes, y en estos casos están sólo sobriamente señalados por formaciones globulosas también repetidas serialmente. La severidad geométrica y el orden serial dominan la estructura de las formas. Y un espacio de impresionante calma y soledad del que emana una sutil cualidad angustiante.

En estas obras el espacio, verdadero vacío, está dominado por un objeto creado por el hombre, la construcción arquitectónica, que se separa del hombre y lo enfrenta. La obra del hombre aparece como un interrogante. Un interrogado que a su vez interroga. Esas edificaciones extrañas que no son ni antiguas ni modernas y sin embargo participan de ambas, tienen la edad de lo imaginario, esa edad que no es corroída por el tiempo. Han abandonado al hombre y parecen haber perdido la huella de su creador. Se alzan insólitas y enigmáticas, verdaderos habitáculos del vacío, receptoras únicamente del asombro de las miradas. Y para confirmación de este sentido de obra destinada a receptáculo del asombro, aparecen en una serie de cuadros de Aizenberg, separados a veces por períodos de tiempo bastante alejados, dos personajes vistos de espaldas, que impresionan como padre e hijo, y cuya única misión pareciera la de contemplar. Pero no ha de ser esa la única misión de los personajes; su enigmática presencia en esa atmósfera de soledad del cuadro no puede limitarse a una significación única: la contemplación. En primer término parecen querer afirmar la continuidad humana (padre e hijo) aún en ese universo desierto,  y sucesivamente surgen otros muchos sentidos a medida que se observa a esos seres inquietantes que dan la espalda al espectador.

Las arquitecturas de Aizenberg de rigurosa estructura geométrica conducen fatalmente a la abstracción geométrica pura que comienza a alternar con los cuadros figurativos hasta dominar en la producción reciente del artista. En esta última se alternan cuadros con formas geométricas seriales y otros que ostentan una forma única (círculo, cuadrado o polígono). En ambos casos el artista logra producir la extraña sensación de que el plano desaparece y la forma flota aislada en el vació, como si se tratara de la visualización de algún elemento inmaterial.

Pero tanto en los cuadros de geometría figurativa como en los estrictamente abstractos el sentido es el mismo: nos enfrentamos con una geometría metafísica, es decir con una geometría que se aparta de la conocida porque deja de ser un signo material para convertirse en signo espiritual. En la perfección geométrica busca Aizenberg la esencia de ciertas condiciones suprahumanas. Nos transmite el universo de los arquetipos en los que lo geométrico no es una manifestación de lo racional, el esquema desnudo de una idea o la proyección gráfica de un número, sino que viene revestido del profundo misterio que es asiento y origen real de los arquetipos.

La sensación de lo insólito que recogemos en los cuadros de Aizenberg tiene un sentido muy particular. El artista no busca lo insólito por la acumulación de detalles disímiles o incompatibles, sino de un modo más sutil: lo insólito aparece como resultado del clima total del cuadro, no reside en ningún detalle en particular, en ninguna distorsión de las imágenes, sino en las formas naturales mismas, en su desolada y extrañísima perfección, iluminada por una luz fría que al individualizar las formas al máximo las despersonaliza. Y habría que agregar que nada hay de extraño en esto porque ante la perfección nos sentimos invadidos siempre por el sentimiento de estar ante cosas de otro mundo, de las que estamos separados por su altiva e inconmovible soledad.

En los dibujos de Aizenberg el mecanismo es aparentemente distinto. No hay duda de que la fantasía es más libre y aparece como dominante un nuevo elemento: el humor. También en lugar de las construcciones sobrias, casi inhumanas de sus cuadros, el tema en los dibujos (salvo en algunos de estructura abstracta) es la figura humana misma. Pero en ellos campea el mismo rigor, la misma perfección de formas que tienden a lo geométrico o a lo orgánico-geométrico, con la presencia de los mismos mecanismos seriales que generalmente se acantonan en las vestimentas. Más que figuras humanas son robots, extrañas máquinas de ser hombres, a veces desflecadas, en fragmentos todavía no integrados, o monstruosamente desproporcionadas como compuestas por partes de cuerpos distintos, o por troncos decapitados en los que la cabeza ha sido sustituida por llamaradas y humo. Todas estas imágenes -volvemos a repetir- están transcriptas mediante un dibujo impecable, de una perfección casi mística. En estas figuras también se trata de personajes despersonalizados, son signos icónicos, reducciones alquímicas (término que debe repetirse por ser clave en el arte de Aizenberg) del elemento denominado hombre. Y en la mayoría de ellos resulta lo esencial la vestimenta, con sus seductores diseños seriales. Se podría quizás hablar de hombre-vestimenta con todas las implicaciones que surgen de esa designación.

?Que más puede decirse de un pintor que ha logrado expresar tanto con una absoluta economía de medios y sólo recurriendo a los mecanismos específicos de la pintura, de un pintor que ha sabido extraer de la imagen pintada la fuerza de la comunicación  capaz de transmitirnos estados que no son describibles, que apenas pueden ser sugeridos por la palabra?

Y para terminar: un comentario sobre la modernidad de su pintura. Aunque la obra creada por Aizenberg parece estar situada al margen de las luchas artísticas de la época, pocos pintores nos parecen más actuales, más modernos, quizás justamente porque busca lo intemporal, aquello que por estar siempre presente en el hombre es siempre actual.

Texto para la exposición retrospectiva: “Aizenberg”, en el Centro de Artes Visuales del Instituto Torcuato Di Tella, exposición nº 64, del 3 al 29 de junio de 1969.

 

 

ROBERTO AIZENBERG. Por Alberto Guirri, 1964

De criaturas que aunque nada parecen
tener que ver con animal alguno sobre la
Tierra, con ningún animal que se arrastra
sobre la Tierra, están a su manera
vinculadas a lo humano, concebidas por
Roberto Aizenberg como arquetipos de
una especie todavía secreta.

Como lunares y solares índices,
imágenes de pasos
que la materia viviente da
y reitera yendo sin detenerse
de la luz a la noche,
del rojo al negro,
del blanco al amarillo,
al naranja, la nefasta
mezcla de blanco y negro,
rosa, mezcla
de rojo y banco, rosa,
sabiduría de Dios.

Como ausentes cabezas y troncos,
irreales miembros,
y vértebras
ocultas en el mecanismo, partes
que subordinadas al todo
vaticinan el fin, disolución
de las que nos representan,
venas, una nariz, el sombreado
nacimiento de nuestros cabellos,
las nueve fosas, aberturas, fosos
por donde nuestras cabeza extrae
la mudez y el habla, la visión
y el terrenal zumbido, la vertical
aspiración, hacia el cielo,
y la expiración, para abajo.

Ellas se reproducen
y nosotros pasamos
a la condición de intento frustrado,
de efímero, aberrante fenómeno,
sin más vigencia en el tiempo
que el instante del saurio inmemorial,
pues la naturaleza
no necesita justificarse
cuando porque sí
abandona un proyecto
y empieza otro, como ahora, aquí,
ensaya ese tú y ese yo
del rigor geométrico,
el cubo desbordando
para encarnar lo abierto, femenino,
y el rectángulo en el rectángulo
en el rectángulo en el rectángulo
para la forma cerrada, masculina,
y lo andrógino, antagónico,
en el seno del disco
que se frota en el disco.

Poema inspirado en la obra de Roberto Aizenberg: “Estatua Nº 5” madera policromada, 150 x 31 x 15 cm., 1964, Buenos Aires, colección Museo de Arte Moderno de la Ciudad de Buenos Aires.

Publicado en el catálogo del Premio Nacional e Internacional Instituto Torcuato Di Tella 1964.

Publicaciones

AIZENBERG, Victoria Verlichak; Dawn Ades. Fundación Ceppa, 2007