RÓMULO MACCIÓ

La potencia de las obras Romulo Macció es tal que, frente a ellas, resulta posible imaginar la fuerza extraña que, según el artista, lo empujaba a pintar. Su pintura, se impone por sus dimensiones y también, en palabras del crítico de arte Hugo Parpagnoli, por su irremediable belleza[1].

La participación de Macció en el grupo Otra Figuración (1963-1965) lo hace protagonista, junto a Ernesto Deira, Jorge de la Vega y Luis Felipe Noé, de un episodio ineludible de la historia del arte argentino del último siglo y de enorme vigencia para la contemporaneidad. La disolución de la dicotomía entre abstracción y figuración fue el postulado principal del grupo, que continuó los desarrollos informalistas e incorporó la figura humana apartada de una idea tradicional de belleza.

El drama de la existencia humana es el tema que vertebra e identifica de manera singular la obra de Macció. Rostros y cuerpos deformados, fragmentados o geminados constituyen la iconografía de lo humano dentro de la realidad autónoma de la pintura, sin alusiones a otros referentes. Reverbera el diálogo minucioso del artista con la tradición pictórica y la observancia hacia la sociedad de consumo moderna.

El dibujo es el esqueleto de su pintura y también, el medio en el cual despliega un trazo limpio y un sofisticado manejo de la profundidad y de la multidireccionalidad de la línea para dar lugar a repertorios fantasiosos e hilarantes.

En su producción temprana prevalece la gestualidad, la chorreadura y la superposición. La pintura es encarnadura de sí en espesos empastes y sucesivas capas de materia. Se destaca la inclusión de lenguaje proveniente del diseño gráfico publicitario en el uso de los colores planos, el contorno negro y los grafismos. En algunas piezas, el formato tradicional del bastidor es alterado y reemplazado por exploraciones con formatos redondos u octogonales.

En las series dedicadas a retratar la ciudad de Nueva York o el barrio de La Boca de Buenos Aires predomina lo narrativo, aunque la reiteración de iconografías que proponen reflejos, transparencias y vapores evidencia que la abstracción continúa siendo el soporte de lo pictórico. Asimismo, el artista da visibilidad al rastro de sus herramientas: vetas de pincelada, cuñas de la espátula con que retira material e incluso, la exposición de la tela en blanco.

La síntesis alcanzada por Macció en su obra permite que la imagen se haga presente, no sólo en su aspecto representativo, sino en su condición de signo.

[1] Citado en Amigo, Roberto. “Comentario sobre Aquel hermano loco de Theo, 1963 de Rómulo Macció”. MALBA.

Selección de Obras

Hambre
1961 Pintura sobre tela 200 X 249 cm.
Aquel hermano loco de Theo
1963 Óleo sobre tela 162,3 x 130,5 cm Colección MALBA
Vivir sin seguro
1963 Óleo sobre aglomerado de madera. 181 X 181 cm. Colección Museum of fine arts Houston.
Esquemas
1967 Acrílico sobre tela 199,5 cm. x 199,5 cm Colección Museo Nacional de Bellas Artes.
Pescador de imagen
1972 190 X 258 cm.
A tientas
1973 Acrílico sobre tela 80 X 100 cm
Sin título
1975 Acrílico sobre tela 30 X 40 cm
Reflejos y vapor en Manhattan
1998 Esmalte sintético 180 X 360 cm
Castel dell ´Ovo Napoles
2004 Acrílico sobre tela 200 X 300 cm.
Celos
2010 Óleo sobre tela 70 X 60 cm.

RÓMULO MACCIÓ CV

Buenos Aires, 1931-2016

Pintor autodidacta. Trabajó en publicidad y diseño gráfico desde 1945. En 1958 integró el grupo Boa, que defendía, en una continuidad de los postulados bretonianos, el “automatismo gestual”. A fines de 1961, junto con Ernesto Deira, Luis Felipe Noé y Jorge de la Vega, formó el grupo Nueva Figuración.

Recibió el Premio Internacional Torcuato Di Tella (1963) y el Gran Premio de Honor del LVII Salón Nacional de Artes Plásticas (1967). Representó a la Argentina en dos oportunidades en la Bienal de San Pablo  (1963 y 1985) y fue el envío argentino a la Bienal de Venecia en 1968 y 1988.

Entre sus principales exposiciones se destacan: Instituto Di Tella, Buenos Aires (1967);  Museo de Arte Moderno, México DF (1976); Museo de Arte Moderno, París (1977); Sala Saint-Jean, Hotel de Ville, Paris (1990); Castello Sforzesco, Sala Viscontea, Milán (1991); Museo Cuevas, México DF (1996); Fundación PROA, Buenos Aires (1997); Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires (1997); Museo Municipal de Bellas Artes Genaro Pérez, Córdoba (2002); Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires (2007).

Su obra integra numerosas colecciones públicas, entre otras: The Joseph H. Hirshborn Collection; The Solomon R. Guggenheim Foundation, New York, USA; Musée d’Art Moderne, Bruxelles, Bélgica; Musée Cantonal, Lausanne, Suiza; Musée d’Art Moderne, Paris, Francia; Museum des Zwanzigsten Jahrunderts, Wien, Austria; Neue Pinakothek, München, Alemania; Museo de Arte Moderno, Buenos Aires, Argentina; Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires, Argentina; Instituto Torcuato Di Tella, Buenos Aires, Argentina; Museo de Arte Moderno, Río de Janeiro, Brasil; Museo de Arte Contemporáneo, Madrid, España; Museo de Arte Moderno, México.

Exposiciones individuales

2021
Ver para creer, Vasari. Buenos Aires, Argentina.

2019
Crónicas de New York, Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat. Buenos Aires, Argetina

2016
Rómulo Maccio. Pinturas 2015, Vasari. Buenos Aires, Argentina.

2014
Rómulo Maccio. Repertorio, Centro Cultural Recoleta. Buenos Aires, Argentina.

2013
Rómulo Maccio. Momentos, Fundación Klemm. Buenos Aires, Argentina.

2007
Retratos y lugares. Obras de Rómulo Maccio, Museo Nacional de Bellas Artes. Buenos Aires, Argentina.

2005
Maccio, retratos de la pintura, Fundación Klemm. Buenos Aires, Argentina.

2002
Rómulo Maccio, retrospectiva, Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino. Rosario, Santa Fe, Argentina
Rómulo Maccio, retrospectiva, Museo Municipal Genaro Pérez. Córdoba, Argentina.

2001
Retratos de aquí y de allá. Obras de Rómulo Maccio, Museo Benito Quinquela Martín. Buenos Aires, Argentina.

1999
Maccio. Retrato de dos ciudades, Centro Cultural Recoleta. Buenos Aires, Argentina.

1997
Rómulo Maccio. Pinturas de contaminación y olvido, Fundación Proa. Buenos Aires, Argentina.

1994
El Río de la Plata. Rómulo Maccio, Museo José Luis Cuevas. El Zócalo, México.

1991
Rómulo Maccio. Ritratti di New York, Castello Sforzesco – Sala Viscontea
Rómulo Maccio. Ritratti di New York, Istituto Italo-Latino Americano. Roma, Italia.

1990
Rómulo Maccio. Portraits de New York, Association pour la promotion des Arts à l’Hotel de Ville de Paris, Francia.

1987
Rómulo Macciò. Pinturas recientes, Dirección de Artes Visuales, Salas Nacionales de Exposición. Buenos Aires, Argentina.

1986
Macciò, Galería Rubbers, Buenos Aires, Argentina.

1984
Rómulo Macciò, Galería del Buen Ayre. Buenos Aires, Argentina.
Rómulo Macciò en la colección del Museo de Arte Contemporáneo MAC, Galería Tema. Buenos Aires, Argentina.

1983
Macciò. Telones, Fundación San Telmo. Buenos Aires, Argentina.

1982
Rómulo Macciò. Arquetipos y repetición, Galería del Buen Ayre, Buenos Aires, Argentina.
Rómulo Macciò, Galerie Bernheim-Jeune. París, Francia

1981
Macciò, Galería Juana Mordo, Madrid,

1979
Rómulo Macciò, pinturas recientes, Galería Rubbers. Buenos Aires, Argentina.

1977
Rómulo Macciò, pinturas, Galería Victor Najmías. Buenos Aires, Argentina.
Rómulo Macciò, Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris, Francia.

1976
Rómulo Macciò, el gran pintor argentino. Neofigurativismo, Museo de Arte Moderno – Instituto Nacional de Bellas Artes, México.

1975
Rómulo Macciò. Los hombres huecos y otros temas. Pinturas, Galerías Skira. Madrid, España.

1974
Macciò, Art Gallery International. Buenos Aires, Argentina.
Rómulo Macciò. Olii e pastelli, Galleria dell’Incisione. Milán, Italia.
Galería Lefebre, Nueva York, EE.UU.

1973
Macciò, Galería Bonino. Buenos Aires, Argentina.
Galerie Karl Flinker. París, Francia.

1972
Galisteo de Rodríguez. Santa Fe, Argentina.
Macciò. Rastros de rostros, Sala Monzón, Madrid, España

1971
Macciò, pintura pintada, Art Gallery International, Buenos Aires, Argentina.
Galería Gaudí. Barcelona, España
Museo Provincial de Bellas Artes. Tucumán, Argenitna.

1970
Macciò, Galería Iolas-Velasco. Madrid, España.
Macciò en líneas, Art Gallery Internacional. Buenos Aires, Argentina.
Rostros – Blasones, Galería Carmen Waugh. Buenos Aires, Argentina.

– Humo + humo, Galería Carmen Waugh, Buenos  Aires, 24 de octubre – 11 de noviembre de 1969.
Galerie Buchholz, Múnich
Macciò, Galerie-t, Haarlem, Holanda
Macciò. Fictions, Center for Inter-American Relations, Nueva York

– Galería Latinoamericana de la Casa de las Américas, La Habana, inauguración: 24 de septiembre de 1968.

1967
Macciò, Instituto General Electric, Montevideo, Uruguay.
Macciò, 1963-1967, Centro de Artes Visuales, Instituto Torcuato Di Tella. Buenos Aires, Argentina.

1966
Rómulo Macciò, Galerie Mathias Fels & Cie. París, Francia.

1965
Macciò. Pinturas, Galería Edurne. Madrid, España.
Rómulo Macciò, paintings, Galería Bonino. Nueva York, EE.UU.
Rómulo Macciò, Galerie Buchholz. Múnich, Alemania

1964
Macciò, Galerie André Schoeller Jr. París, Francia
Rómulo Macciò, pinturas, Galería Bonino. Buenos Aires, Argentina.

1961
Galería Van Riel. Buenos Aires, Argentina.
Galería Rubbers. Buenos Aires, Argentina.

1960
Macciò, pinturas, Galería Witcomb. Buenos Aires, Argentina.

 

 

Exposiciones colectivas

2022
Les invendus, Galerie 1900-2000. Paris, Francia

2021
The Medium is the Message and The Message is Within the Painting / Renewing messages and paintings, Herlitzka + Faria. Buenos Aires Argentina.

2020
Colectiva de Verano 2020/2021, Vasari. Buenos Aires Argentina
Artist´s books, editions and design III, Herlitzka + Faria. Buenos Aires Argentina

2019
Selections from Maman Fine Art Gallery, MAMAN Fine Art Gallery. Buenos Aires Argentina.

2016
Colectivo y Singular 3, MAMAN Fine Art Gallery. Buenos Aires Argentina

1965
Deira, Maccio, Noé, de la Vega. Pinturas, Galería Bonino. Buenos Aires Argentina
Deira, Maccio, Noé, De la Vega, Museu de Arte Moderna do Río de Janeiro

1963
Deira, Maccio, Noé, De la Vega, Museo Nacional de Bellas Artes – MNBA. Argentina.

1962
Deira, Maccio, Noé, de la Vega. Segunda parte, Galería Bonino. Buenos Aires Argentina

1961
Otra Figuración, Galería Peuser. Buenos Aires Argentina

Textos

La cabeza llena de pintura, por Florencia Battiti. Crónicas de Nueva York, 2019

Creo que el arte y la pintura no progresan sino que están en el tiempo como una eternidad incrustada una dentro de la otra. Rómulo Macciò

Chúcaro y arisco, descreía de la palabra para dar cuenta de la pintura, a la que consideraba un oficio mudo, una práctica solitaria, una ciencia oculta. A regañadientes respondía en las entrevistas que la tela en blanco es una intriga, que sus pinturas empezaban en la cabeza pero que nunca sabía de antemano lo que iba a pasar cuando comenzaba una obra.

Macciò tiene, para el imaginario del arte argentino, un aura de pintor maldito, de machote cabrón, hosco pero atractivo. Incluso hubo quien llegó a llamarlo “el Marlon Brando de la pintura argentina”2. Pero, más allá de estas notas de color, no cabe duda de que Macciò pintaba porque pintar le resultaba inevitable, y si bien se rehusaba con metódica terquedad a teorizar sobre lo que hacía, ciertamente la pintura le permitió construir imágenes reflexivas, de esas que no se agotan en el flipear de los dedos sobre la pantalla.

No lo conocí personalmente pero me gusta imaginarlo en su taller, en el de La Boca o en el de Monserrat, parado frente a la tela como un cardo, robusto y áspero, mirando quizás alguna fotografía que él mismo tomó, elucubrando qué aspectos de esa imagen mantener en la futura pintura y cuáles desechar, trazando así las primeras coordenadas de una obra, buscando la inflexión que le pareciera más apropiada según el tema que se propusiese representar. Los pintores como Macciò, los de su estirpe, son dueños de una suerte de “inteligencia visual”, como si los razonamientos y las emociones que los hacen optar por un color y no por otro, trazar un plano así o asá, o encuadrar la imagen  de una determinada manera, fluyeran en un devenir incierto pero sostenido, brotándoles de los dedos, empujados por una fuerza que no por ser familiar les resulta menos extraña.

Macciò pintó ciudades, como la suya, Buenos Aires, y también otras que visitó o frecuentó durante diferentes períodos. Y claro, Nueva York no podía dejar de ejercer su hechizo sobre él, un conjuro repleto de esplendores y miserias. Allí, entre idas y venidas, vivió casi tres años, hacia fines de los ochenta y, nuevamente, a fines de los noventa. Casi puedo verlo, apoyándose contra  la vidriera de alguna librería donde se vende La hoguera de las vanidades, la novela que Tom Wolfe publicó en 1987 y que pinta un fresco descarnado de la capital financiera del mundo, o deambulando de noche por P. J. Clarke’s, lamentándose de la velocidad con que la gentrificación transforma una bella ciudad en una fortaleza consumista.

Nueva York  ofició de escenario perfecto para que Macciò probase, una vez más, la enorme capacidad expresiva y narrativa que tiene la pintura. Matisse solía decir que probablemente no había motivo más difícil de pin-  tar para un verdadero artista que una rosa porque, para pintarla, había que olvidarse y desandar todas las rosas pintadas con anterioridad. Algo así su- cede con Nueva York, un tópico visitado hasta el cansancio por artistas, di- rectores de cine, escritores, poetas y fotógrafos. Llamados a evocar alguna imagen icónica de la ciudad, seguramente nos costaría distinguir si es propia o prestada, si proviene de nuestra experiencia por haber estado allí o si la vimos en alguna película de Woody Allen, una foto de Berenice Abbott, una pintura de Hopper o si la leímos en alguna novela de Fitzgerald o de Capote. Nada importa si las épocas se arremolinan de adelante hacia atrás o viceversa, aquí lo que vale es el anacronismo implícito en la frase de Macciò que sirve de epígrafe a este texto.

Y sin embargo, a pesar de las innumerables imágenes de Nueva York que se agolpan en nuestra memoria, esta serie logra resignificarlas a todas; en rea- lidad, Macciò las utiliza conscientemente a veces, inconscientemente otras, las deglute, las fagocita para devolverlas frescas —recreadas— en sus propias obras. Porque en estas pinturas no solo sobrevuelan las paradojas de una ciu- dad tan desigual como seductora (If I can make it there, I’ll make it anywhere) sino que se encuentra cifrado un gran fragmento de la historia del arte. En efecto, ¿cómo no reconocer la delicadeza intimista de los paisajes de Édouard Vuillard o Pierre Bonnard en Yuppies lunch in Trinity Church? ¿O la gravedad solemne y solitaria de las arquitecturas redondeadas de Edward Hopper? Advertir, incluso, esa particular tensión entre figuración y abstracción tan característica de la Otra figuración, especialmente en aquellas obras en las que Macciò plan- tea juegos de reflejos (de autos, de vapor) sobre las fachadas espejadas de los edificios; y ni qué hablar del alarde de virtuosismo compositivo (una verdadera canchereada) al dejar en blanco la mitad de la superficie del cuadro para representar una coqueta callecita del Uptown cubierta de nieve.

Se trata entonces de imágenes construidas, elaboradas a partir de una síntesis personalísima que, si bien parten de algunas ideas de la realidad, se alimentan también de la memoria y de toda la carga subjetiva que esta con- lleva. Claro, también cuentan sus propias fotografías —que Macciò consideraba meros bocetos, a pesar de que se vendieran carísimas— y cualquier otro factor que pudiera aparecer en el hacer y que él considerase apropiado para deconstruir el cliché, para dinamitar el estereotipo de una metrópoli vista una y mil veces.

En este sentido, Mercedes Casanegra —quien se ocupó del derrotero de la Nueva Figuración pero también de la obra singular de Macciò— sostiene que sus pinturas no poseen una pretensión realista sino que su propósito es mucho más ambicioso: “Evocar, a través de la pintura, su cualidad misteriosa que es convertir a lo real en suprarreal, en una categoría que reside en el maravilloso puente entre lo visible y lo invisible”

“Tengo la cabeza llena de pintura”, le confesaba Macciò a Fernando García en una de las pocas entrevistas en las que no se lo percibe tan incómo- do. “Pinto mucho en la cabeza. En la tela lo plasmo, pero nunca sale igual. Se va transformando. Nunca podés llevar la obra al ideal que soñaste.”

Nunca sabremos cómo se vería ese ideal no alcanzado al que Macciò aspiraba llevar su obra pero quizás eso sea lo mejor. Al fin de cuentas, ¿qué vendría a ser una pintura ideal?, ¿la que se amoldó perfectamente a la idea? ¿La que no permitió que se colaran los desvíos?

Fueron la fuerza, el dinamismo y los rotundos contrastes de la ciudad de Nueva York —con su capacidad de reunir lo mejor y lo peor del mundo, según sus propias palabras— lo que conmovía a Macciò, además del olor a cebolla frita, a imprenta, a cartón… Hoy conmueve ver que estas obras siguen respi- rando vitalidad y que son el mejor testimonio de la máxima que el artista solía machacar: “En pintura, la pintura es lo más importante”.

Macció, por Laura Buccellato. Pintores Argentinos del siglo XX

“Pintor de muecas y miradas; de mutismos, de histerias, de retorcimientos encarcelados entre los barrotes del signo; la publicidad de sí mismos. El diseño como destino. La pasión: la pincelada, el gesto dentro del color. Y la obra en sí, el símbolo: el “oscuro núcleo”. Pintor de lo inacabado”. De este modo sintetiza el periodista Timo Zorroaquín su percepción de la obra de Rómulo Macció.

Nacido en Buenos Aires en 1931 Macció tuvo, desde siempre una relación obsesiva con la pintura. Autodidacta, comenzó a trabajar a los catorce años en agencias de publicidad (Grant Advertising, Walter Thompson, etc). La influencia de esa actividad se registra en varios períodos de su obra por su peculiar manera de incorporar el diseño grafico. La suya es una obra sin juicios ni prejuicios ni mensajes, sólo testimonio. Testimonio visual que surge de su permanente interrogante acerca del hombre. En este sentido podríamos incluir a Macció dentro de una “filosofía antropológica”. Él mismo suele presentarse como un marginado, un out-sider, actitud que proviene, probablemente, de su formación autodidacta.
Macció estudia “viendo” al referir constantemente su captación de la realidad a la pintura; esto lo lleva a resolver del mismo modo diversos problemas plásticos (ya sea un determinado problema con el color, o la línea, o la luz), en lo que llamaríamos una apresurada digestión. Siempre que ensaya un nuevo camino presenta un desconcertante cúmulo de contradicciones, pero esto hace a la esencia misma de su obra y dista de ser una desventaja; más bien aporta un rasgo de frescura y espontaneidad revelador de su manera de captar.

Su mirar -atento o distraído- distante de cualquier sistema o atadura académica, imponiendo una gnoselogía propia.
Refiriéndose al cuadro Pintor modelo escribe Zorraquín: “Ahí tenemos la furia hedónica, la pintura como acción, la pereza rota, los cuerpos, la irracionalidad, todo esto conviviendo con la existencia de un impreciso elemento ético con el que se mortifican mutuamente. Hay una alegría que no deja de ser torturada. Una carnalidad que lleva en sí las huellas de su propia muerte, que tiende a lo descarnado, al alivio de una memoria del cuerpo.
El color narra sentimientos, percepciones. La línea traza la recóndita argumentalidad del instante. Macció pinta el gozo de la culpa.”

El arte neofigurativo versus “Otra figuración”
Macció realizó su primera exposición en la Galería Galatea, en 1956. Era visible, entonces, su tendencia surrealista. Puede hablarse de un período prehistórico en la obra de Macció que abarcaría, aproximadamente desde 1956 hasta 1960, en el que transita por la abstracción lírica e intenta liberarse de los límites estrictos de la pintura constructiva y perceptiva anterior al elegir el camino emocional e instintivo.

Durante esta etapa, formó parte del grupo “Voa” (1958). Este conjunto de artistas, muy heterogéneo, formado por el crítico Julio Llinás, tenía un denominador común: cierto automatismo psíquico. Sus integrantes, Martha Peluffo, Osvaldo Borda, Victor Chab, Clorindo Testa, Kasuya Sakai, Josefina Robirosa, Rogelio Polesello, editaron una revista y estuvieron en contacto con el grupo “Phases International” de Paris.

Es necesario tener en cuenta la fidelidad de Macció a la pintura de caballete en una época que la tendencia de los artistas de vanguardia era alejarse de la tela como soporte de sus experiencias, en angustiosa búsqueda de una nueva verdad plástica interrelacionada con el desarrollo apocalíptico de los hechos mundiales y una aproximación tangible a la espacialidad cósmica provocada por el adelanto de la ciencia y la técnica.

Época en donde “el gran gesto” escapa al lenguaje verbal y el concepto se transforma en el verdadero protagonista del hecho artístico. Pero nada inmuta la pasión de Macció, quien sigue ligado al lenguaje de la pintura con terca obsesión.

Rompiendo con la dicotomía clásica de  abstracción-figuración, Macció incorporó a sus experiencias informales una cierta figuración. En un contexto donde aún imperaba la abstracción en sus dos acepciones, geométrica y gestual, intentó un nuevo modo de “figurar”, es decir, de volver a la figuración.

A propósito de estas cuestiones escribió Macció: “En 1961, con los pintores Deira, Noé, De la Vega, quisimos perturbar las miradas embelesadas en la pintura “Rosa-bombón”. A propósito, nuestra intención no fue la de hacer arte neofigurativo, sino una pintura en un lenguaje inusual”

Con esta afirmación se inició la primera etapa en la obra de Rómulo Macció y también un nuevo momento en el arte Argentino, el que Aldo Pellegrini señaló como la tercera vanguardia porque rompía con los prejuicios de la estética tradicional aún vivos en tendencias de vanguardia.

El término neofiguración fue enunciado por primera vez en 1941 por Michel Ragón, siendo una convención aceptada en la actualidad por críticos y marchands contra la voluntad de los artistas. Pero terminaron aceptándolo porque éstos hablaron de “otra figuración”. Con este nombre realizaron su primera presentación como grupo en la exposición de 1961, en la Galería Peuser. También participaron Carolina Muchnik y Saamer Makarius.

En 1962, en la Galería Bonino, se reunieron nuevamente Macció, Noé, Deira y De la Vega. Para comprender el espíritu que los animaba en ese momento son reveladoras las palabras de Luis Felipe Noé: “Existía un temor enorme a equivocarse. Pintar era hacer una obra de arte. Era una gran ceremonia que terminaba en el velatorio de un cadáver. Esto ya no es así.

Ya comienza a no tenerse temor a equivocarse. Pintar es ahora un desencantamiento vital. Creo que, en ese sentido, la exposición que hicimos en 1962 ayudó mucho. De esa falta de temor a equivocarse se ha pasado de inmediato a una convocatoria a la vida que ha irrumpido caóticamente. Esto es lo importante” Estas expresiones de Noé muestran claramente la euforia creadora desatada en estos artistas y cómo lograron perturbar el panorama de la plástica. Macció y Noé compartieron un taller en la calle Carlos Pellegrini. La actividad grupal resultó estimulante y enriquecedora, se realizaron obras de conjunto. Este movimiento sin precedentes en los países más australes de América del Sur impuso una iconografía de imágenes desagradables y desgarradoras. Angry generation, definió Damián Bayón a “esa ola de monstruísmo que se abatía sobre la ciudad”.

Al año siguiente vuelven a exponer juntos en el Museo Nacional de Bellas Artes.
Son significativas las palabras que Jorge Romero Brest, el padrino de las artes plásticas en ese momento, escribió en el prólogo del catálogo de la muestra por el impacto que ésta produjo: “Además, dígase lo que se diga -y vaya si se va a decir- esta exposición tendrá notas de alegría contagiosa, de fuerza subyugante, de euforia promisoria, que convencerán a muchos recalcitrantes; por lo menos a quienes se abran a las obras contemplándolas con libertad y eliminando prejuicios sobre lo que se debe ser en la pintura”

En síntesis, esta efervescente actividad creadora tuvo como resultado la desacralización de la obra de arte porque permitió romper con una serie de esquemas previos a los que estaban ligados los artistas locales; incorporó nuevas técnicas; utilizó nuevos materiales; aportó elementos de distintas tendencias y, por último, la imagen es usada en su aspecto sígnico y no como mera “representación”.
En 1959 Macció ganó el Premio De Ridder. En 1963 obtuvo el primer premio del Instituto Torcuato Di Tella, cuyo segundo premio ya había logrado en 1961.

Uno de los rasgos distintivos de esta etapa es el cambio de escala, ya que el abandonar el tamaño reducido de sus obras anteriores desarrolla una dimensión monumental que nos obliga a una lectura distinta del cuadro. Al alterar el orden natural, la obra misma se ve llevada al límite de la desintegración. La desbordante concentración expresiva prolonga la mirada mediante exasperaciones formales que tienden a destruir el principio de unidad, desde el punto de vista de la composición. Los empastes de color, de difíciles contornos o, más aún, sin ellos, se confunden con el entorno, prefigurando rostros o partes de cuerpos humanos. Al principio, poco le importó a Macció la fisonomía de la figura representada: la visión se hace borrosa, a tal punto que no es posible distinguir forma, ni profundidad. Le preocupó, preferentemente, el gesto, la expresión. Subyace aquí una arbitrariedad dionisíaca. Exasperado espíritu de nuestro tiempo, Macció no pinta para agradar sino para sacudir, con recursos materiales e informales, dotando a su pintura de una densidad rugosa, sumergiendo a la figura humana en una maraña pictórica que reaparecerá entre y por debajo de los colores, convertida ella misma en color; haciendo aparecer a la figura como un fantasma de sí misma.

Frecuentemente, durante este período, Macció usó bastidores con forma poligonal o circular, quitando a la tela su condición de mero soporte para transformarla en un elemento más del cuadro: un elemento geométrico que limite y diseñe la superficie. A su vez, esas figuras informes son atravesadas por líneas y franjas de color, o encerradas en otras figuras geométricas en un intento de reorganizar su desborde instintivo, como observamos en Vivir un poco cada día.

En su pintura, no todo está sujeto a recursos materiales y texturales. El dibujo incluye un elemento de importancia sustancial ya que constituye el esqueleto de toda su obra. A veces dibuja mediante incisiones a punta de espátula, otras con el pincel. No realiza trazos de contorno de la figura. En la mayoría de los casos estos aparecen dislocados de la misma. En otros, se presentan como simples grafismos que semejan signos o anotaciones gráficas precedentes del mundo de la información.

En la obra de Macció el lenguaje del color tiene su lógica propia: a los grises, blancos y negros los salpica con los violentos toques de color. Estos colores son, a menudo, el soporte del conflicto que se suscita entre la masa de color y la estructura del dibujo, sugiriendo nuevas tensiones dentro de la superficie cargada.

Esta conjunción de elementos discontinuos le confiere gran movilidad, enriquece ese modo de figurar vital y otorga a la imagen estática una energía que va más allá de la figura misma.

Ficciones
A partir de 1964 es factible determinar una segunda etapa en su obra: las figuras se vuelven más contraídas, depura la imagen sacándola de esa maraña desquiciadora, para reconstruirla, pero manteniendo siempre la mezcla de elementos imprevistos.

Inserta la imagen en vastas superficies despojadas, donde alterna sectores de meticulosa factura con planos de colores definidos, atravesados por bandas de color y seccionando figuras esbozadas. Hay despojo, frialdad, eliminación del gesto, mayor preocupación en el señalamiento, en el presentar la figura misma desde una mayor simplificación.

Para compensar esa reducción de la imagen a sus mínimos términos le dan gran movilidad al espacio, desplazando de un lado a otro los elementos representados, produciendo distorsiones del objeto que no aparece tal como nosotros “sabemos” que es, es decir, que no responde a nuestro conocimiento empírico, sino a su propia visión. Porque su visión del cuerpo está ligada a su idea del hombre, alude al ser mismo del hombre.

No hay perspectiva en el sentido tradicional. Recordemos que en su primera etapa denota una cierta anarquía en la construcción, mientras que en ésta hay mayor organicidad en el espacio. Esta distribución rígida y objetiva del espacio, obtenida por grandes planos de color y por la fuga de las líneas, es de por sí un cuadro y constituye una manera de aislar sobre la tela, de encerrar la figura amenazante y atormentada del personaje, que la mirada del artista interroga. El aparente hermetismo no es más que una advertencia para obligar al espectador a la reflexión.

Encontramos alguna reminiscencia “pop” -no olvidemos el gran poder de asimilación de Macció, que retraduce todos los lenguajes contemporáneos al suyo propio- en el acercamiento de la figura a primeros planos, en la mayor objetividad y control de los elementos. En ese acelerado aprovechamiento de todo nunca se atiende a una tendencia o posible influencia, sino que va incorporando sabiamente los elementos nuevos con conciencia histórica, que es justamente su rasgo de modernidad.

Macció, en su lucha por liberarse de la prisión del “gusto”, de la pintura “Rosa-bombón”, recurre siempre a lo insólito, lo absurdo, apelando a veces a hechos de horror, aislamiento y angustia.

El dramaturgo rumano Eugenio Ionesco ilustra acertadamente este sentido del absurdo al describir su cosmovisión: “El mundo se me antoja a veces vacío de conceptos, y la realidad, irreal. Este sentimiento de irrealidad, la búsqueda de una realidad esencial, olvidada, innominada, fuera de la cual me parece no ser, es lo que quise expresar por medio de mis figuras, que deambulan en la inconexión y que nada consideran propio, sino su angustia, su arrepentimiento, su fracaso, el vacío de sus vidas.

Criaturas arrojadas a un algo por completo carente de sentido, no pueden aparecer sino grotescas, y sus dolores, solo como una farsa trágica… ¿Cómo podría yo, para quien el mundo permanece incomprensible, comprender mi propia obra? Espero que me la expliquen”.

En esta etapa hay un mayor gobierno de la superficie, al elemento desquiciante e irracional opone el racional, ordena y jerarquiza los elementos, ante la realidad propone lo irreal. Esta dualidad se traduce en el desdoblamiento, inversión o simultaneidad de imágenes: Macció se refirió claramente a esta actitud en el catálogo de su muestra en Nueva York, 1969, titulada “Fictions”: “Para esta exposición pensé varios títulos Realidad-irrealidad, Apariencias, Libre-imaginación y Ficciones. Real-irrealidad me pareció posible por lo que estos cuadros tienen de apariencias del mundo de la realidad precisa. Pero luego tuve en cuenta que para mí la pintura es una práctica del aventurado juego de la libre-imaginación, para crear espacios e imágenes virtuales en el alto y ancho. Por eso me pareció más acertado Ficciones. Y también para hacer referencia a la curiosa magia de Jorge Luis Borges.
¿Cómo describir estas enormes caras llenas de humor corrosivo, y de enajenante curiosidad por el drama humano, por la vida misma?
Como en una gran pantalla, aparecen centradas, agrandadas, dibujadas o minuciosamente elaboradas, con los rasgos deformados atravesados por franjas de color o simplemente invertidos. Estos recursos desconcertantes, alarmantes, son las distintas “facetas” de una identidad y se presentan como signo de lo humano. En un juego de ficciones parece que mostrara el proceso dentro de un gran computer, conteniendo esas fichas identificatorias, “figuradas”, como por ejemplo en Clasificado, 1964, donde aparece el dedo de una mano anónima que introduce la ficha en un cubo esquematizado sobre cuyo fondo se inscribe una hoja en blanco cuadriculada como un interrogante.

El carácter anónimo de estos “identi-kit” es subrayado por miradas cegadas por bandas de color, y aun cuando el ojo aparece representado, su mirada es transparente, inexistente en el espacio.

En muchas ocasiones se le ha reprochado la utilización de sus conocimientos gráficos, pero en Macció no es más que un modo de ver, ya que su sentido del diseño responde a las necesidades compositivas inventadas por él.

Pintura pintada
Hacia el final de la década comenzó una nueva etapa en la que esas desarticulaciones de la imagen se tradujeron en una mayor soltura cromática que trajo, por consecuencia, una imagen más laxa. La exaltación del color va a caracterizar todo este período, que tiene un momento culminante con Pintura pintada, título harto significativo que le dio a su muestra en Víctor Najmías. Art Gallery International, en 1971.

Retorna el gesto pero, con sabiduría, lo gobierna: dibuja pintando. Frecuentemente, los personajes representados por Macció aparecen manipulados al servicio de lo pictórico, pero un atento observador se verá sorprendido al notar una cierta distancia y objetividad en su visión, que a veces salpica de incisivo humor o de ternura, como en el autorretrato o en el retrato de sus hijas, respectivamente.
Su obsesión por ver y ver no es un hecho oculto ni externo a la obra misma sino que lo ha hecho explícito en muchos de sus cuadros, dibujando, pintando e inventando ojos por todos lados. Por ejemplo, en sus autorretratos, o forzando la mirada mediante la prolongación de sus ojos hasta casi dejarlos ciegos. Es como si quisiera mostrarle al espectador esa mirada esencial: señalar la distancia que existe entre el ser real de las cosas y las cosas mismas.

Su idea del tiempo no es un tiempo histórico, ya que se refiere siempre a la esencia misma del hombre. Cuando es irónico no lo hace siempre con un sentido hipercrítico, cargándolo de expresión o de alguna connotación que pudiera ser datable. Sus rasgos de humor son, más bien, un pretexto para darle cierta movilidad a la imagen, pero no hay en Macció una intención o un juicio que lo reduzca a una situación determinada. De allí que sus imágenes resulten “flashes” o instantáneas de su visión.

En realidad, para Macció la pintura es su modo de vida, su modo de existir, en este sentido se podría afirmar que sus reflexiones, a través de la pintura, serían de carácter metafísico.

El espacio, en Macció, está limitado por la figura representada. El despliegue de esa representación, o “figuración”, va determinando el espacio mismo hasta fundirse con su concepción del tiempo, logrando de esta manera una situación existencial que es la obra misma, como ocurre en Pescadora de imágenes, 1972, donde la distorsión de las figuras con los brazos alargados que van configurando, dibujando el espacio, resultan agradables y repugnantes a la vez.

La concepción del retrato cambió de un modo radical después de la fotografía. Por consecuencia, transformó el compromiso del artista frente al sujeto: no se describe ya exteriormente, de manera tan real y minuciosa, sino que se descubre y se interpreta la pluralidad de su personalidad, a menudo secreta y entrañable.

En Fragonard, ya veíamos una intención psicológica. En Macció hay una intención de alcanzar lo inefable, lo inalcanzable, lo que hay de secreto en la esencia misma del retrato. Por eso no le importa el realismo a la manera de La Tour o de los hiperrealistas. Le interesa traducir en términos pictóricos lo que hay de esencial en los rasgos del modelo. En éstos realiza con frecuencia brutales deformaciones, o los enriquece con elementos de su invención, como en sus autorretratos, donde la crueldad, el humor y la mirada se presentan como una constante.

De tanto en tanto, como un repentino revelado en negativo, el autorretrato. El espejo. El otro en el espejo: el tema del doble. La tela en blanco como espejo, la pintura como gnosis, como reconocimiento, como momentáneo alivio de la identidad dispersa en ninguna parte.

Curiosamente, Macció mantiene en sus retratos el culto por la bella pintura a través de su virtuoso despliegue preciosista. También emplea este tratamiento minucioso cuando, en alguna oportunidad, incursiona en el paisaje o realiza naturalezas muertas donde el horror atañe solo al hombre. Las cosas inanimadas lo ignoran o no participan de él, quedan encerradas en sí mismas, extrañas al drama al cual asisten. En estos trabajos el color es sensual y alcanza un brío de notable luminosidad.

Figuras sin fines
En 1975 presentó una vasta exposición en Víctor Najmías. Art Gallery International que podríamos denominar muestra “puente”, ya que mantiene planteos anteriores y anticipa nuevas propuestas: por un lado, continúa con el desdoblamiento y distorsión de imágenes, esta vez reflejadas en espejos curvos que producen delirantes efectos ondulatorios.

O suspendidas en el espacio. Por otro lado, el dibujo recorre figuras y objetos por encima de la superficie cromática discontinua que incluye el lienzo desnudo como un color más dentro de la composición. Esto proporciona al espectador la sensación de obra inacabada, de continuo fluir. Esa interlocución entre línea y color es la que determina una nueva dimensión espacial, elástica, inestable, ambigua.

Las figuras parecen surgir de una zona de color, con contornos nítidamente marcados por la transición de brillantez entre una zona y otra pero donde, en realidad, fondo y entorno no están claramente delimitados.

La importancia internacional de Macció es creciente. En 1976 el Museo de Arte Moderno de México realizó una retrospectiva con obras de sus últimos diez años, que luego pasó al Museo de Arte Moderno de París. Parte de las obras allí presentadas se vieron en Buenos Aires en 1977. Esta muestra adquirió un carácter polémico.

Después de esa gran catarsis, en 1979, aliviado ya, alcanzó un punto de tranquilidad reflexiva y se permite jugar, en un íntimo homenaje a diferentes pintores. Estos juegos pictóricos consisten en una identificación del lenguaje del pintor en cuestión traducido a su propio lenguaje. También nos encontramos con otros trabajos donde se perciben nuevas formas, logradas con ligeros cambios en la textura o en la brillantez del color.

El pintor muestra aquí su madurez, su sabiduría acumulada, porque ya no necesita recurrir a la línea  como sostén de las figuras o como organizadora de su espacio. La línea es parte de la pintura misma, se podría decir que dibuja pintando, convierte a esas serpenteantes y elastizadas figuras que llama “sin fin” por ese replegado movimiento que les hace recorrer sobre sí mismas. Más que figuras, son signos a la manera de las antiguas representaciones de las cavernas, donde la figura estaba cargada de un contenido sígnico, mágico.

Todo contenido, literario o filosófico, es siempre relegado a un segundo plano, ya que la primera información visual que recibimos de sus obras es la especial desenvoltura con la cual se mueve por la superficie. En esta, un punto, una línea y el color mismo nos van dictando su propio contenido, es decir, el pictórico.
Porque un trozo pictórico, en sí, puede ser captado como un acontecimiento.

Sus rabiosos, casi siempre torturados personajes tienden a transformarse en seres larvales, fosforescentes, atravesados por el vacío, la impersonalidad, en estado de latencia, en trance de recambio de energía, preparándose para sus próximas apariciones, sus próximas máscaras.

El movimiento, una constante en Macció, es parte de la personalidad dinámica del artista que ha adoptado un modo de vida nómade. Comenzó enviando sus cuadros como cartas de presentación a diferentes países y certámenes internacionales de arte. Luego, de ahí en más, fue su propio embajador, ha estado trabajando un poco en todas partes.

Fijar su residencia, tarea harto difícil. Londres en invierno, Medinaceli, España, en las Navidades, Venecia en verano, Buenos Aires.

Muy difícil, lo cierto es que lo encontramos ahí donde una pregunta se le antoja; si el problema es la luz se va a Italia pero cómo va a dejar de pasar por París, allí siempre ocurre algo. Nueva York es una necesidad, allí se sintetizan todas las contradicciones de este mundo de ese hombre prisionero en su marcha hacia la liberación de nuestras angustias. Su nomadismo es su modo de aventurarse por la condición humana.

Rómulo Macció, duende de La Boca, por César Magrini. Pinturas de contaminación y olvido, PROA, 1997.

Edificios antiguos, bajos, despoblados nos rodean, y hasta un par de rieles, protegidos por sus guardachapas de metal, bostezan a nuestras espaldas (nuestro entrevistado asegura que a las seis, puntual, un tren con una vaca a bordo atravesará por esos rieles, y -japonesamente- la profecía se cumple). Extraño silencio se espesa en torno. La luz lastima con su pureza, la luz que hiere perfiles y los endurece y está llamando, en su ayuda, al silencio que la limite. Pocos árboles, y un matorral de áspero verde festonea, aquí cerca, las vías.

La casa-estudio de Rómulo Macció es, como él, de una planta, sólida, leve, poética, decidida. Tres puertas azules, simétricas, le dan acceso a la vereda. Por una de ellas se pasa a la calle, y por allí entramos al amplio taller blanco en el que reverberan algunos de sus cuadros. Uno de ellos, “La Fontana di Trevi”, me demora largamente. Y yo, que no puedo con mi genio, inicio la conversación con una teoría que se me ocurre inteligente. Se me ocurre, no más. Le digo:

-A pesar de los cada vez más breves avances de la tecnología y de la búsqueda de algunas expresiones artísticas -la de la pintura, en primer lugar- tal vez sea precisamente en este cambio de milenio la pintura la única que anticipa el cambio, el futuro. ¿Vos qué opinás al respecto?
– Yo con mi fatalismo acostumbrado pensé que todo estaba terminado y que estabamos al final de la pintura. Pero también creo que el arte y la pintura no progresan sino que están en el tiempo como una eternidad incrustada dentro de otra.

– O sea que, en cierto modo, ya lo han dicho todo…
– La pintura está hecha por el individuo y difícilmente pueda llegar a ser masiva como cualquier otra expresión visual en un lugar público; el cine por ejemplo. La pintura es atemporal y permite la reflexión contemplativa. Hay muchísima gente que va a exposiciones y museos, pero ignora si va por la publicidad que los arrastra. Creo que donde haya un hombre, éste se expresará con sus manos, pintando donde fuere. Tal vez volvamos a ver las pinturas de Altamira, pero nunca se dejará de pintar. No reflexioné mucho al respecto, porque me siento llevado por la intuición. Hay una frase que he recogido de algunas lecturas, que me gusta: “El artista está incapacitado de no hacer”. Hay algo que a uno lo empuja a pintar, y mientras exista esa voluntad, habrá pintura siempre. Lo que no quiere decir que la pintura progrese, como tantas otras cosas, porque la verdad es que no tiene ninguna finalidad concreta.

– ¡Pero hablemos de los otros fines, de los abstractos, como la alegría y el goce estético!
– ¡Y el goce de ver realizado eso que yo llamo “el vómito del alma”! Por lo menos en mi caso, es sacar aquello que tenés guardado. Lo mío no nace de conjeturas ni de recetas; es algo que estoy llamado a hacer, y lo hago.

– Recorro tu obra y quiero peguntarte si dentro de la creación sentís algo especial por lo vegetal…
– En general soy un tipo urbano. Sin embargo he pintado algunos paisajes de tierra o de agua. Hay un cuadro que no es especialmente positivo acerca de la ciudad, porque es el Riachuelo totalmente polucionado. Y otro es un árbol quemado, el drama que veo en los bosques, los bosques totalmente quemados. Pero no entiendo muy bien que querés decir, vos creés que como apoyo vital a la naturaleza se va a rescatar la pintura?

– Si y no. La naturaleza es parte de todo. La pintura también. Creo que esto está tan metido dentro de uno, que uno es el paisaje, y otro indistintamente, la pintura.
– La tierra, el ser humano, el agua, el fuego, el paisaje, la naturaleza, las plantas y lo vegetal son los temas. Claro que todo está ahí. Y yo nunca pensé en el valor estético. Lo apolíneo y lo dionisíaco tiene que ensamblarse y conjugarse. No puede ser que se haga una estética fría y bien calculada, solamente por el placer visual. Creo que tiene que haber algo profundamente apasionado, que es lo dionisíaco.

– Pero exactamente a eso me refería cuando hablé del árbol.
– Si, te decía que creo que tiene que haber algo dionisíaco. Por eso; según el tema, busco el lenguaje para representarlo. En cada cuadro está mi personalidad, pero el carácter varía. Hacer una pura estética te lleva a la uniformidad y repetición de un hallazgo pictórico. Se llega de pronto a algo, el artista se conforma y efectúa variaciones sobre el mismo cuadro. Para mí es una interpretación errada de lo que debe ser el estilo. El estilo no es la uniformidad, sino que debe ser como la personalidad. Cada uno nace con una personalidad, aunque la vida te vaya dando un carácter modificable. El estilo es algo interior que está dentro de todos los cuadros de un artista y los emparenta, aunque parezcan diferentes. Hay que conjugar la estética racional con la irracionalidad y la pasión. Como Miguel Ángel en la Sixtina, pasión y razón.

-¿Por qué hay tanta Roma en tu pintura?
– Porque es, en todo caso la ciudad que más me gusta. Y Roma es canallesca, misteriosa e histriónica, como tan bien la ha sabido relatar Fellini. El arte está en todas partes, y es Grecia y toda nuestra tradición porque las corrientes grecorromanas de la pintura italiana pasan por España y vienen a nuestra Argentina. Es nuestro arte, nuestra tradición, son los pintores de La Boca. Por eso cada vez que voy a Europa no dejo de visitar Italia. No una visita de turista sino la de un enamorado.

– ¿La calidad de nuestra luz tiene que ver con todo eso?
– Viajo bastante, porque soy peregrino y relaciono las cosas. No soy un iluminador; quiero decir otra cosa: busco lo que me gusta y siento la luz dentro de mi. ¡No sabés lo difícil que se me hace hablar de pintura! Yo siempre digo que hablar de pintura es pintar de palabra. La pintura se muestra, y si se muestra no se dice. La pintura es un oficio mudo, es una ciencia oculta. Es un misterio porque no se hace, al menos en mi caso, con fórmulas o conjeturas, y porque antes de hacerla no existía. Es lo que podés hacer o lo que te sale. Ir al ruedo como los toreros.

– Con tanto amor por Italia, ese estar tuyo aquí en La Boca no puede ser una simple casualidad…
-Este barrio siempre me atrajo. Está cada vez más decrépito, pero me gusta. Este lugar me gusta. En la calle hay clima de pueblo, a pesar de estar a siete minutos de Plaza de Mayo. Los perros ladran de noche y aúllan las noches de luna llena.

-¿Hay alguna correspondencia entre tus orquestas de música ciudadana y ceñida, con las expresiones “pasajísticas” de otras obras tuyas?
-Nunca pensé que podría llegar a hacer música ciudadana con soltura, porque allí está todo contenido. Por eso, digo, busco el lenguaje según el tema que voy a representar. El tango me pareció una cosa contenida y sincopada, más recortada, más quebrada.

-Siempre está presente el contenido sonoro del cuadro, “que no se oye pero se ve”, como diría Leonardo.
-Si pintara una ópera sería más lírico y épico, pero el tango es grotesco, melodramático, una máscara, un esperpento. Cuando yo me propuse pintar Buenos Aires, los temas eran el agua por donde vinieron los inmigrantes, y su música, que era el tango. Porque no estaba pintando la Argentina, sino el Río de la Plata. Y tanto en Montevideo como en Buenos Aires está el tango, cuya imagen es de orquesta. Es curioso… en el fondo soy intérprete de lo que veo, como un músico. Soy un intérprete de la partitura que está en la realidad… Callamos. Estamos ya en la calle mínima, cenceña, replegada en sí misma. Y a nuestras espaldas; el fatal traqueteo del tren de las seis -el prometido- con su vaca solitaria que se queja como han de quejarse las vacas de Chagall. Tan plácidas. Macció se queda en la vereda, la mano a medio despedir, recortado en una luz espectral y teatral que parece por él convocada , y que preanuncia el cercano, pero todavía traslúcido anochecer. Cabrillea a lo lejos el agua. “Soy un intérprete de la partitura que está en la realidad”. Imposible haber dado una mejor definición de sí mismo. Y allí se queda, luz contra luz…

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