“Pintor de muecas y miradas; de mutismos, de histerias, de retorcimientos encarcelados entre los barrotes del signo; la publicidad de sí mismos. El diseño como destino. La pasión: la pincelada, el gesto dentro del color. Y la obra en sí, el símbolo: el “oscuro núcleo”. Pintor de lo inacabado”. De este modo sintetiza el periodista Timo Zorroaquín su percepción de la obra de Rómulo Macció.
Nacido en Buenos Aires en 1931 Macció tuvo, desde siempre una relación obsesiva con la pintura. Autodidacta, comenzó a trabajar a los catorce años en agencias de publicidad (Grant Advertising, Walter Thompson, etc). La influencia de esa actividad se registra en varios períodos de su obra por su peculiar manera de incorporar el diseño grafico. La suya es una obra sin juicios ni prejuicios ni mensajes, sólo testimonio. Testimonio visual que surge de su permanente interrogante acerca del hombre. En este sentido podríamos incluir a Macció dentro de una “filosofía antropológica”. Él mismo suele presentarse como un marginado, un out-sider, actitud que proviene, probablemente, de su formación autodidacta.
Macció estudia “viendo” al referir constantemente su captación de la realidad a la pintura; esto lo lleva a resolver del mismo modo diversos problemas plásticos (ya sea un determinado problema con el color, o la línea, o la luz), en lo que llamaríamos una apresurada digestión. Siempre que ensaya un nuevo camino presenta un desconcertante cúmulo de contradicciones, pero esto hace a la esencia misma de su obra y dista de ser una desventaja; más bien aporta un rasgo de frescura y espontaneidad revelador de su manera de captar.
Su mirar -atento o distraído- distante de cualquier sistema o atadura académica, imponiendo una gnoselogía propia.
Refiriéndose al cuadro Pintor modelo escribe Zorraquín: “Ahí tenemos la furia hedónica, la pintura como acción, la pereza rota, los cuerpos, la irracionalidad, todo esto conviviendo con la existencia de un impreciso elemento ético con el que se mortifican mutuamente. Hay una alegría que no deja de ser torturada. Una carnalidad que lleva en sí las huellas de su propia muerte, que tiende a lo descarnado, al alivio de una memoria del cuerpo.
El color narra sentimientos, percepciones. La línea traza la recóndita argumentalidad del instante. Macció pinta el gozo de la culpa.”
El arte neofigurativo versus “Otra figuración”
Macció realizó su primera exposición en la Galería Galatea, en 1956. Era visible, entonces, su tendencia surrealista. Puede hablarse de un período prehistórico en la obra de Macció que abarcaría, aproximadamente desde 1956 hasta 1960, en el que transita por la abstracción lírica e intenta liberarse de los límites estrictos de la pintura constructiva y perceptiva anterior al elegir el camino emocional e instintivo.
Durante esta etapa, formó parte del grupo “Voa” (1958). Este conjunto de artistas, muy heterogéneo, formado por el crítico Julio Llinás, tenía un denominador común: cierto automatismo psíquico. Sus integrantes, Martha Peluffo, Osvaldo Borda, Victor Chab, Clorindo Testa, Kasuya Sakai, Josefina Robirosa, Rogelio Polesello, editaron una revista y estuvieron en contacto con el grupo “Phases International” de Paris.
Es necesario tener en cuenta la fidelidad de Macció a la pintura de caballete en una época que la tendencia de los artistas de vanguardia era alejarse de la tela como soporte de sus experiencias, en angustiosa búsqueda de una nueva verdad plástica interrelacionada con el desarrollo apocalíptico de los hechos mundiales y una aproximación tangible a la espacialidad cósmica provocada por el adelanto de la ciencia y la técnica.
Época en donde “el gran gesto” escapa al lenguaje verbal y el concepto se transforma en el verdadero protagonista del hecho artístico. Pero nada inmuta la pasión de Macció, quien sigue ligado al lenguaje de la pintura con terca obsesión.
Rompiendo con la dicotomía clásica de abstracción-figuración, Macció incorporó a sus experiencias informales una cierta figuración. En un contexto donde aún imperaba la abstracción en sus dos acepciones, geométrica y gestual, intentó un nuevo modo de “figurar”, es decir, de volver a la figuración.
A propósito de estas cuestiones escribió Macció: “En 1961, con los pintores Deira, Noé, De la Vega, quisimos perturbar las miradas embelesadas en la pintura “Rosa-bombón”. A propósito, nuestra intención no fue la de hacer arte neofigurativo, sino una pintura en un lenguaje inusual”
Con esta afirmación se inició la primera etapa en la obra de Rómulo Macció y también un nuevo momento en el arte Argentino, el que Aldo Pellegrini señaló como la tercera vanguardia porque rompía con los prejuicios de la estética tradicional aún vivos en tendencias de vanguardia.
El término neofiguración fue enunciado por primera vez en 1941 por Michel Ragón, siendo una convención aceptada en la actualidad por críticos y marchands contra la voluntad de los artistas. Pero terminaron aceptándolo porque éstos hablaron de “otra figuración”. Con este nombre realizaron su primera presentación como grupo en la exposición de 1961, en la Galería Peuser. También participaron Carolina Muchnik y Saamer Makarius.
En 1962, en la Galería Bonino, se reunieron nuevamente Macció, Noé, Deira y De la Vega. Para comprender el espíritu que los animaba en ese momento son reveladoras las palabras de Luis Felipe Noé: “Existía un temor enorme a equivocarse. Pintar era hacer una obra de arte. Era una gran ceremonia que terminaba en el velatorio de un cadáver. Esto ya no es así.
Ya comienza a no tenerse temor a equivocarse. Pintar es ahora un desencantamiento vital. Creo que, en ese sentido, la exposición que hicimos en 1962 ayudó mucho. De esa falta de temor a equivocarse se ha pasado de inmediato a una convocatoria a la vida que ha irrumpido caóticamente. Esto es lo importante” Estas expresiones de Noé muestran claramente la euforia creadora desatada en estos artistas y cómo lograron perturbar el panorama de la plástica. Macció y Noé compartieron un taller en la calle Carlos Pellegrini. La actividad grupal resultó estimulante y enriquecedora, se realizaron obras de conjunto. Este movimiento sin precedentes en los países más australes de América del Sur impuso una iconografía de imágenes desagradables y desgarradoras. Angry generation, definió Damián Bayón a “esa ola de monstruísmo que se abatía sobre la ciudad”.
Al año siguiente vuelven a exponer juntos en el Museo Nacional de Bellas Artes.
Son significativas las palabras que Jorge Romero Brest, el padrino de las artes plásticas en ese momento, escribió en el prólogo del catálogo de la muestra por el impacto que ésta produjo: “Además, dígase lo que se diga -y vaya si se va a decir- esta exposición tendrá notas de alegría contagiosa, de fuerza subyugante, de euforia promisoria, que convencerán a muchos recalcitrantes; por lo menos a quienes se abran a las obras contemplándolas con libertad y eliminando prejuicios sobre lo que se debe ser en la pintura”
En síntesis, esta efervescente actividad creadora tuvo como resultado la desacralización de la obra de arte porque permitió romper con una serie de esquemas previos a los que estaban ligados los artistas locales; incorporó nuevas técnicas; utilizó nuevos materiales; aportó elementos de distintas tendencias y, por último, la imagen es usada en su aspecto sígnico y no como mera “representación”.
En 1959 Macció ganó el Premio De Ridder. En 1963 obtuvo el primer premio del Instituto Torcuato Di Tella, cuyo segundo premio ya había logrado en 1961.
Uno de los rasgos distintivos de esta etapa es el cambio de escala, ya que el abandonar el tamaño reducido de sus obras anteriores desarrolla una dimensión monumental que nos obliga a una lectura distinta del cuadro. Al alterar el orden natural, la obra misma se ve llevada al límite de la desintegración. La desbordante concentración expresiva prolonga la mirada mediante exasperaciones formales que tienden a destruir el principio de unidad, desde el punto de vista de la composición. Los empastes de color, de difíciles contornos o, más aún, sin ellos, se confunden con el entorno, prefigurando rostros o partes de cuerpos humanos. Al principio, poco le importó a Macció la fisonomía de la figura representada: la visión se hace borrosa, a tal punto que no es posible distinguir forma, ni profundidad. Le preocupó, preferentemente, el gesto, la expresión. Subyace aquí una arbitrariedad dionisíaca. Exasperado espíritu de nuestro tiempo, Macció no pinta para agradar sino para sacudir, con recursos materiales e informales, dotando a su pintura de una densidad rugosa, sumergiendo a la figura humana en una maraña pictórica que reaparecerá entre y por debajo de los colores, convertida ella misma en color; haciendo aparecer a la figura como un fantasma de sí misma.
Frecuentemente, durante este período, Macció usó bastidores con forma poligonal o circular, quitando a la tela su condición de mero soporte para transformarla en un elemento más del cuadro: un elemento geométrico que limite y diseñe la superficie. A su vez, esas figuras informes son atravesadas por líneas y franjas de color, o encerradas en otras figuras geométricas en un intento de reorganizar su desborde instintivo, como observamos en Vivir un poco cada día.
En su pintura, no todo está sujeto a recursos materiales y texturales. El dibujo incluye un elemento de importancia sustancial ya que constituye el esqueleto de toda su obra. A veces dibuja mediante incisiones a punta de espátula, otras con el pincel. No realiza trazos de contorno de la figura. En la mayoría de los casos estos aparecen dislocados de la misma. En otros, se presentan como simples grafismos que semejan signos o anotaciones gráficas precedentes del mundo de la información.
En la obra de Macció el lenguaje del color tiene su lógica propia: a los grises, blancos y negros los salpica con los violentos toques de color. Estos colores son, a menudo, el soporte del conflicto que se suscita entre la masa de color y la estructura del dibujo, sugiriendo nuevas tensiones dentro de la superficie cargada.
Esta conjunción de elementos discontinuos le confiere gran movilidad, enriquece ese modo de figurar vital y otorga a la imagen estática una energía que va más allá de la figura misma.
Ficciones
A partir de 1964 es factible determinar una segunda etapa en su obra: las figuras se vuelven más contraídas, depura la imagen sacándola de esa maraña desquiciadora, para reconstruirla, pero manteniendo siempre la mezcla de elementos imprevistos.
Inserta la imagen en vastas superficies despojadas, donde alterna sectores de meticulosa factura con planos de colores definidos, atravesados por bandas de color y seccionando figuras esbozadas. Hay despojo, frialdad, eliminación del gesto, mayor preocupación en el señalamiento, en el presentar la figura misma desde una mayor simplificación.
Para compensar esa reducción de la imagen a sus mínimos términos le dan gran movilidad al espacio, desplazando de un lado a otro los elementos representados, produciendo distorsiones del objeto que no aparece tal como nosotros “sabemos” que es, es decir, que no responde a nuestro conocimiento empírico, sino a su propia visión. Porque su visión del cuerpo está ligada a su idea del hombre, alude al ser mismo del hombre.
No hay perspectiva en el sentido tradicional. Recordemos que en su primera etapa denota una cierta anarquía en la construcción, mientras que en ésta hay mayor organicidad en el espacio. Esta distribución rígida y objetiva del espacio, obtenida por grandes planos de color y por la fuga de las líneas, es de por sí un cuadro y constituye una manera de aislar sobre la tela, de encerrar la figura amenazante y atormentada del personaje, que la mirada del artista interroga. El aparente hermetismo no es más que una advertencia para obligar al espectador a la reflexión.
Encontramos alguna reminiscencia “pop” -no olvidemos el gran poder de asimilación de Macció, que retraduce todos los lenguajes contemporáneos al suyo propio- en el acercamiento de la figura a primeros planos, en la mayor objetividad y control de los elementos. En ese acelerado aprovechamiento de todo nunca se atiende a una tendencia o posible influencia, sino que va incorporando sabiamente los elementos nuevos con conciencia histórica, que es justamente su rasgo de modernidad.
Macció, en su lucha por liberarse de la prisión del “gusto”, de la pintura “Rosa-bombón”, recurre siempre a lo insólito, lo absurdo, apelando a veces a hechos de horror, aislamiento y angustia.
El dramaturgo rumano Eugenio Ionesco ilustra acertadamente este sentido del absurdo al describir su cosmovisión: “El mundo se me antoja a veces vacío de conceptos, y la realidad, irreal. Este sentimiento de irrealidad, la búsqueda de una realidad esencial, olvidada, innominada, fuera de la cual me parece no ser, es lo que quise expresar por medio de mis figuras, que deambulan en la inconexión y que nada consideran propio, sino su angustia, su arrepentimiento, su fracaso, el vacío de sus vidas.
Criaturas arrojadas a un algo por completo carente de sentido, no pueden aparecer sino grotescas, y sus dolores, solo como una farsa trágica… ¿Cómo podría yo, para quien el mundo permanece incomprensible, comprender mi propia obra? Espero que me la expliquen”.
En esta etapa hay un mayor gobierno de la superficie, al elemento desquiciante e irracional opone el racional, ordena y jerarquiza los elementos, ante la realidad propone lo irreal. Esta dualidad se traduce en el desdoblamiento, inversión o simultaneidad de imágenes: Macció se refirió claramente a esta actitud en el catálogo de su muestra en Nueva York, 1969, titulada “Fictions”: “Para esta exposición pensé varios títulos Realidad-irrealidad, Apariencias, Libre-imaginación y Ficciones. Real-irrealidad me pareció posible por lo que estos cuadros tienen de apariencias del mundo de la realidad precisa. Pero luego tuve en cuenta que para mí la pintura es una práctica del aventurado juego de la libre-imaginación, para crear espacios e imágenes virtuales en el alto y ancho. Por eso me pareció más acertado Ficciones. Y también para hacer referencia a la curiosa magia de Jorge Luis Borges.
¿Cómo describir estas enormes caras llenas de humor corrosivo, y de enajenante curiosidad por el drama humano, por la vida misma?
Como en una gran pantalla, aparecen centradas, agrandadas, dibujadas o minuciosamente elaboradas, con los rasgos deformados atravesados por franjas de color o simplemente invertidos. Estos recursos desconcertantes, alarmantes, son las distintas “facetas” de una identidad y se presentan como signo de lo humano. En un juego de ficciones parece que mostrara el proceso dentro de un gran computer, conteniendo esas fichas identificatorias, “figuradas”, como por ejemplo en Clasificado, 1964, donde aparece el dedo de una mano anónima que introduce la ficha en un cubo esquematizado sobre cuyo fondo se inscribe una hoja en blanco cuadriculada como un interrogante.
El carácter anónimo de estos “identi-kit” es subrayado por miradas cegadas por bandas de color, y aun cuando el ojo aparece representado, su mirada es transparente, inexistente en el espacio.
En muchas ocasiones se le ha reprochado la utilización de sus conocimientos gráficos, pero en Macció no es más que un modo de ver, ya que su sentido del diseño responde a las necesidades compositivas inventadas por él.
Pintura pintada
Hacia el final de la década comenzó una nueva etapa en la que esas desarticulaciones de la imagen se tradujeron en una mayor soltura cromática que trajo, por consecuencia, una imagen más laxa. La exaltación del color va a caracterizar todo este período, que tiene un momento culminante con Pintura pintada, título harto significativo que le dio a su muestra en Víctor Najmías. Art Gallery International, en 1971.
Retorna el gesto pero, con sabiduría, lo gobierna: dibuja pintando. Frecuentemente, los personajes representados por Macció aparecen manipulados al servicio de lo pictórico, pero un atento observador se verá sorprendido al notar una cierta distancia y objetividad en su visión, que a veces salpica de incisivo humor o de ternura, como en el autorretrato o en el retrato de sus hijas, respectivamente.
Su obsesión por ver y ver no es un hecho oculto ni externo a la obra misma sino que lo ha hecho explícito en muchos de sus cuadros, dibujando, pintando e inventando ojos por todos lados. Por ejemplo, en sus autorretratos, o forzando la mirada mediante la prolongación de sus ojos hasta casi dejarlos ciegos. Es como si quisiera mostrarle al espectador esa mirada esencial: señalar la distancia que existe entre el ser real de las cosas y las cosas mismas.
Su idea del tiempo no es un tiempo histórico, ya que se refiere siempre a la esencia misma del hombre. Cuando es irónico no lo hace siempre con un sentido hipercrítico, cargándolo de expresión o de alguna connotación que pudiera ser datable. Sus rasgos de humor son, más bien, un pretexto para darle cierta movilidad a la imagen, pero no hay en Macció una intención o un juicio que lo reduzca a una situación determinada. De allí que sus imágenes resulten “flashes” o instantáneas de su visión.
En realidad, para Macció la pintura es su modo de vida, su modo de existir, en este sentido se podría afirmar que sus reflexiones, a través de la pintura, serían de carácter metafísico.
El espacio, en Macció, está limitado por la figura representada. El despliegue de esa representación, o “figuración”, va determinando el espacio mismo hasta fundirse con su concepción del tiempo, logrando de esta manera una situación existencial que es la obra misma, como ocurre en Pescadora de imágenes, 1972, donde la distorsión de las figuras con los brazos alargados que van configurando, dibujando el espacio, resultan agradables y repugnantes a la vez.
La concepción del retrato cambió de un modo radical después de la fotografía. Por consecuencia, transformó el compromiso del artista frente al sujeto: no se describe ya exteriormente, de manera tan real y minuciosa, sino que se descubre y se interpreta la pluralidad de su personalidad, a menudo secreta y entrañable.
En Fragonard, ya veíamos una intención psicológica. En Macció hay una intención de alcanzar lo inefable, lo inalcanzable, lo que hay de secreto en la esencia misma del retrato. Por eso no le importa el realismo a la manera de La Tour o de los hiperrealistas. Le interesa traducir en términos pictóricos lo que hay de esencial en los rasgos del modelo. En éstos realiza con frecuencia brutales deformaciones, o los enriquece con elementos de su invención, como en sus autorretratos, donde la crueldad, el humor y la mirada se presentan como una constante.
De tanto en tanto, como un repentino revelado en negativo, el autorretrato. El espejo. El otro en el espejo: el tema del doble. La tela en blanco como espejo, la pintura como gnosis, como reconocimiento, como momentáneo alivio de la identidad dispersa en ninguna parte.
Curiosamente, Macció mantiene en sus retratos el culto por la bella pintura a través de su virtuoso despliegue preciosista. También emplea este tratamiento minucioso cuando, en alguna oportunidad, incursiona en el paisaje o realiza naturalezas muertas donde el horror atañe solo al hombre. Las cosas inanimadas lo ignoran o no participan de él, quedan encerradas en sí mismas, extrañas al drama al cual asisten. En estos trabajos el color es sensual y alcanza un brío de notable luminosidad.
Figuras sin fines
En 1975 presentó una vasta exposición en Víctor Najmías. Art Gallery International que podríamos denominar muestra “puente”, ya que mantiene planteos anteriores y anticipa nuevas propuestas: por un lado, continúa con el desdoblamiento y distorsión de imágenes, esta vez reflejadas en espejos curvos que producen delirantes efectos ondulatorios.
O suspendidas en el espacio. Por otro lado, el dibujo recorre figuras y objetos por encima de la superficie cromática discontinua que incluye el lienzo desnudo como un color más dentro de la composición. Esto proporciona al espectador la sensación de obra inacabada, de continuo fluir. Esa interlocución entre línea y color es la que determina una nueva dimensión espacial, elástica, inestable, ambigua.
Las figuras parecen surgir de una zona de color, con contornos nítidamente marcados por la transición de brillantez entre una zona y otra pero donde, en realidad, fondo y entorno no están claramente delimitados.
La importancia internacional de Macció es creciente. En 1976 el Museo de Arte Moderno de México realizó una retrospectiva con obras de sus últimos diez años, que luego pasó al Museo de Arte Moderno de París. Parte de las obras allí presentadas se vieron en Buenos Aires en 1977. Esta muestra adquirió un carácter polémico.
Después de esa gran catarsis, en 1979, aliviado ya, alcanzó un punto de tranquilidad reflexiva y se permite jugar, en un íntimo homenaje a diferentes pintores. Estos juegos pictóricos consisten en una identificación del lenguaje del pintor en cuestión traducido a su propio lenguaje. También nos encontramos con otros trabajos donde se perciben nuevas formas, logradas con ligeros cambios en la textura o en la brillantez del color.
El pintor muestra aquí su madurez, su sabiduría acumulada, porque ya no necesita recurrir a la línea como sostén de las figuras o como organizadora de su espacio. La línea es parte de la pintura misma, se podría decir que dibuja pintando, convierte a esas serpenteantes y elastizadas figuras que llama “sin fin” por ese replegado movimiento que les hace recorrer sobre sí mismas. Más que figuras, son signos a la manera de las antiguas representaciones de las cavernas, donde la figura estaba cargada de un contenido sígnico, mágico.
Todo contenido, literario o filosófico, es siempre relegado a un segundo plano, ya que la primera información visual que recibimos de sus obras es la especial desenvoltura con la cual se mueve por la superficie. En esta, un punto, una línea y el color mismo nos van dictando su propio contenido, es decir, el pictórico.
Porque un trozo pictórico, en sí, puede ser captado como un acontecimiento.
Sus rabiosos, casi siempre torturados personajes tienden a transformarse en seres larvales, fosforescentes, atravesados por el vacío, la impersonalidad, en estado de latencia, en trance de recambio de energía, preparándose para sus próximas apariciones, sus próximas máscaras.
El movimiento, una constante en Macció, es parte de la personalidad dinámica del artista que ha adoptado un modo de vida nómade. Comenzó enviando sus cuadros como cartas de presentación a diferentes países y certámenes internacionales de arte. Luego, de ahí en más, fue su propio embajador, ha estado trabajando un poco en todas partes.
Fijar su residencia, tarea harto difícil. Londres en invierno, Medinaceli, España, en las Navidades, Venecia en verano, Buenos Aires.
Muy difícil, lo cierto es que lo encontramos ahí donde una pregunta se le antoja; si el problema es la luz se va a Italia pero cómo va a dejar de pasar por París, allí siempre ocurre algo. Nueva York es una necesidad, allí se sintetizan todas las contradicciones de este mundo de ese hombre prisionero en su marcha hacia la liberación de nuestras angustias. Su nomadismo es su modo de aventurarse por la condición humana.