El trabajo imbuido de juego es arte.
JOHN DEWEY
Si la obra de Sebastián Gordín se desplegara por entero alguna vez, El libro de oro de Scoop, traicionando apenas la cronología, debería abrir el recorrido. Gordín empezó a construir miniaturas a fines de los 80, pero esa pequeña pieza del 93 condensa y expande su universo como pocas y bien podría abrir el relato rocambolesco de su producción artística como una de esas iniciales iluminadas de los manuscritos medievales que también inspiran la obra. En un libro abierto sobre una base de madera, Scoop, un robot descoyuntado de Marvel Comics, ocupa una ilustración colorida a toda página, irrumpe entre los caracteres góticos de la siguiente, cobra volumen, y deja ver, bajo la hoja rasgada, la escena fantástica que ahí mismo se relata. Con una de las pinzaspala- cuchara que le dan nombre, levanta unas vías de tren y con la otra sujeta a un hombrecito; en la escena miniaturizada a sus pies, el tren está a punto de descarrilar en medio de otros hombrecitos que huyen despavoridos. La descripción es fatalmente incompleta (la profusión de detalles de la miniatura se resiste a la sintaxis ordenada del lenguaje), pero lo que cuenta sobre todo es lo que el libro condensa en pequeña escala. Con prodigiosa economía, Gordín superpone un tópico clásico del cuento infantil -el juguete que cobra vida- con un personaje caro a la historieta futurista -el autómata destructor-, les da nueva entidad, los corporiza y los reanima. El ilusionismo juguetón de los detalles -los cantos dorados de las páginas, el papel apergaminado, la rusticidad obsoleta del robot plano- se combina con las distorsiones deliberadas -el anacronismo pop de las líneas y los colores del dibujo, el bricolage casero del robot “real”, el engañoso juego de escala-. Todo es ficticio, si se quiere, más ficticio que en el cuento infantil o en la historieta, pero la obra realiza a su modo, modesto e instantáneo, el deseo consustancial a la ficción fantástica: la animación de lo inanimado. Versión perfeccionada en tres dimensiones de otro objeto dilecto de la literatura infantil, el libro troquelado, la obra atraviesa el límite de la ficción, rompe el marco, e invita al lector-espectador a pasar del otro lado. En la progresiva “animación” del cuadro, desde el relato literario impreso en el libro a la miniatura 3D, la pieza revela la usina secreta y el dispositivo básico que impulsa el arte de Gordín: una escena surgida del exuberante imaginario del pulp fiction cobra dimensión en un mundo miniaturizado que el artista manipula a su gusto para congelarlo en otro tiempo, nostálgico e infinito. La obra implosiona con gracia las metáforas contradictorias del libro -superficie y profundidad, exterioridad e interioridad, clausura e infinito- mientras que el cambio de escala produce efectos curiosos: el gigantesco robot que arrasa ciudades a su paso se vuelve inofensivo, casi tierno, en la versión mini que descarrila un tren de huevo Kinder.
Gordín se autorrefiere sutilmente. También él pasó de la pintura al objeto tridimensional a fines de los 80, alternando desde entonces el dibujo con la maqueta o la escultura, sin salir del mundo maravilloso que nutre sus fantasías. Como El libro de oro de Scoop, remix del cuento infantil, las sagas del gótico tardío, la fantaciencia, el cómic popular, y el cine catástrofe retro, su obra abreva en el amplio espectro del fantasy, mediado invariablemente por las formas reconocibles de la cultura de masas o por la tecnología obsoleta de algunos de sus dispositivos mecánicos. También los materiales se someten a esa modelización secundaria. Bricoleur en sus comienzos, artesano multifacético después, Gordín encarna al artista como homo faber posindustrial, capaz de redireccionar una variedad de materiales disponibles en el mercado, desarrollar las destrezas técnicas necesarias para recombinarlos, y fabricar su minimundo paralelo. Connoisseur del populoso universo de las piezas prefabricadas, coleccionista eximio del “pequeño objeto comprado”, perito en técnicas menudas, es un dandy del universo Mecánica Popular a pequeña escala. Benjaminianamente, encuentra un potencial liberador en esos mecanismos obsolescentes que han conseguido escapar de la tiranía del uso y revelan, a la luz del último ía del progreso tecnológico.
Sin forzar la simetría, tres o cuatro ejemplares de revistas podrían cerrar el hipotético recorrido. La serie de tapas de novelas gráficas en marquetería que Gordín inició en 2007 dan espesor literal a sus dibujos, revisitando una vez más viejas colecciones de revistas -Weird TalesFantastic Mysteries, Amazing Stories- con diseños propios. Las acuarelas de 2004 en las que Gordín presentaba sus propias historias asombrosas (y sus misterios fantásticos y sus cuentos raros) cobran mínimo relieve en el trabajo con láminas de madera. La imaginación se deja llevar aquí por la paleta multicolor del jacarandá, el maple, el palisandro, las raíces del mirto, el laurel o el fresno, y sigue las aventuras de un personaje recurrente. Un fantasma desarrapado, mezcla de poeta decadentista y Wally espectral, toca un serrucho en una orquestina, es arrastrado hacia el fondo del mar por dos sirenas, o simplemente mira hacia atrás. En la escultura plana, Gordín encuentra una nueva economía de materiales y volúmenes para dar cuerpo a sus relatos fantásticos nunca narrados.
Entre El libro de oro de Scoop y las Historias asombrosas se despliega el mundo según Gordín. Híbrido de dibujo, pintura, escultura, maqueta, microscopía, instalación o diorama, el único medio específico de la obra es la ficción. “No soy un gran lector”, dice Gordín como en un epígrafe a la muestra, “pero tengo una relación muy estrecha con la literatura”.
Fantasy. Un juego de mesa de reglas impracticables, un edificio futurista de interiores azulados, una vista aérea de casitas idénticas de plácido suburbio norteamericano, un ornitorrinco mutante cargando a un hombre muerto en brazos, utilería realista de naves intergalácticas, niños corriendo en una casa en llamas, un cadalso con figuras espectrales en una plaza medieval sombría, un cuerpo muerto blanquísimo atravesado por una antena, paisajes nocturnos con ominosas cabezas que se asoman, sepulcros medievales, muertos, espectros, muertos vivos, fantasmas… Si algo reúne la variadísima gama de fuentes que inspiran los pequeños reinos de Gordín es la imaginación fantástica. Liberada de los rigores del realismo por la irrupción bienvenida de la maravilla, su obra recupera un repertorio de formas y motivos rescatados del bazar retro de la cultura popular y la cultura de masas, sazonado con toques de un inclasificable elenco de artistas “raros”. Del cuento maravilloso o la fantaciencia al cómic, de Winsor Mc Cay, Edward Gorey o los simbolistas visionarios Odilon Redon y Felicien Rops a Tim Burton, la enciclopedia de Gordín abunda en creadores de mundos extraños que reeditan el encantamiento infantil revitalizando el juego, la magia, el misterio o el horror, con disparadores mínimos, a menudo ingenuos, del ilusionismo fantástico. Gordín se deja habitar por esos imaginarios fabulosos pero les imprime una marca personal, un tono de melancolía nostálgica atenuada con una cuota de humor, más juguetón en las acuarelas o las piezas de marquetería que simulan tapas de revistas (Historias asombrosas, Ghost Stories, Sea Stories, Weird Tales), más oscuro en la recuperación sesgada de clásicos del cine de horror (Justine, Carrol Borland, los Nocturnia). No sorprende que en esa genealogía multimediática Stanley Kubrick y Jacques Tati ocupen un lugar central. “Es verdad que al cine le costará recuperar el encanto de sus orígenes”, dijo alguna vez Serge Daney. “Los últimos films que han tenido un efecto de encantamiento infantil son Playtime en el 67, y 2001, Odisea del espacio en el 68”. Gordín podría suscribir el juicio. Aquí todo es musical, Las últimas consideraciones y Petite suite parecen stills del cine de Tati miniaturizados en 3D, mientras que Calentitos y Procyón combinan los interiores modernistas acristalados de Playtime con el futurismo pop de 2001. A veces, la corporización de la imagen elusiva del celuloide es todavía más explícita, como en Menú 2001 (2001), que, obedeciendo al mandato de la fecha, da entidad real al menú de Odisea del espacio. Artesanía, miniatura y juego se imbrican naturalmente, pero Gordín mezcla restos de fuentes dispares, y al mismo tiempo diversifica y combina los dispositivos capaces de materializarlos. La caja de juego de mesa, la casa de muñecas, la maqueta, la tapa de revista multiplican las posibilidades de presentar una escena estática que promete pero nunca entrega un relato. Cada una a su modo dan forma concreta al juego de visibilidad e invisibilidad, escamoteo y develamiento que articula toda narración (cajas que se abren, cajas trasparentes, cajas opacas), las variaciones del punto de vista (perspectivas frontales, aéreas, espejadas), el distanciamiento (la caja de vidrio, la caja opaca con mirilla, el diorama) y sobre todo el cambio de escala (miniaturas, maquetas, juegos ópticos), pero aun así se niegan a desplegar un relato, detenidas en un tiempo fuera del tiempo que vuelve las escenas mudas, crípticas, o insignificantes. Todo está dispuesto para que surja una historia y sin embargo solo queda el rastro misterioso de lo que ha sucedido o el enigma de lo que podría suceder y no se narra. Porque, ¿qué hacen esos muertos vivos de Calentitos tomando un aperitivo en un departamento moderno? ¿Qué crimen se devela abriendo la tapa de El infierno de Dante? ¿Quiénes son esos fantasmas de Justine que bajan a otro fantasma (¿más muerto?) del cadalso? ¿Y por qué arrastran dos gendarmes a un muñeco de nieve hasta una hoguera en Cuesta abajo? No se trata de la típica vacilación del fantasy entre la explicación natural o sobrenatural de un suceso insólito. Las escenas de Gordín se congelan mucho antes: “cobran vida” en un espacio de agregación miniaturizado, pero es una vida exánime, privada de las relaciones de causa y efecto que estructuran un relato. Como toda miniatura, pertenecen a un mundo exterior y anterior al presente, y por lo tanto vaciado de sentido, apenas una alusión material a un texto del que ya no disponemos, del que nunca dispusimos en realidad, salvo en un orden ficticio y secundario.
De ahí el gusto de Gordín por los marcos, las portadas, los espacios liminares, en los que nada ha sucedido todavía. Porque aun cuando es posible atravesar el umbral (abrir la caja, entrar en el libro, mirar por la mirilla), el interior frustra a menudo la expectativa. En los Gordinoscopios del 96, característicamente, el tamaño de la caja es inversamente proporcional al relato que se ofrece más allá de las mirillas. La Piscina de la calle Pontoise, el Gran Rex, el Edificio administrativo de Johnson e hijo, colosos arquitectónicos nacidos para albergar multitudes en las grandes ciudades, languidecen en la desolación del vacío. No hay suceso que se ofrezca a la curiosidad del ojo que se asoma. El único enigma radica en el juego de escalas contrariadas que esconde el truco de la ilusión óptica dentro de la estructura opaca. A veces el juego entre interior y exterior, visibilidad e invisibilidad, es todavía más sinuoso y, por lo tanto, más perturbador. Los techos retirados de un par de casitas en La ventaja de tener una obra de arte oponen dos escenas domésticas en un mínimo relato, pero potencian el enigma del resto de las casitas de techos opacos. Con un leve cambio de escala o perspectiva, Un extraño efecto en el cielo desplaza el misterio hacia el cielo vertical y olvida los interiores, mientras que Ciudad Evita lo dice todo (y no dice nada) en la silueta de Evita que compone el diseño urbanístico del barrio mirado a distancia. También en Siete cines Gordín se contenta con los exteriores perfectamente realistas de esos templos arcaicos de la cultura de masas, macizos a pesar del material endeble y la escala diminuta, de un estatismo inverso a la abundancia de suceso y movimiento de los cientos de películas que seguramente habrán mostrado en sus pantallas.
Pero hay un relato en la obra de Gordín que se despliega en tiempo y espacio, atraviesa el marco, entrelaza algunas piezas y en la excepción se vuelve elocuente. Se abre en un dibujo del 94, en el que un muñeco de nieve carga en sus brazos a un perrito muerto. “Lo encontraron con el pichicho en sus manos y sangre en la boca. ¿Cómo probar su inocencia?”, se lee al pie. El perrito vira a pingüino mutante en una escultura del 95, ¿Cómo probar su inocencia?, pero es ahí que un suceso exterior incide en la obra y hace avanzar el relato. El pingüino mutante fue arrancado de la pieza durante una muestra y dos años más tarde el destino incierto del animalito robado inspiró ¿Quién mató a quién?, una escultura de gran tamaño en la que un pingüino-ornitorrinco gigante carga en brazos a un Gordín de resina de poliéster, muerto a juzgar por el hilo de sangre en la boca, sin más aclaraciones que la pregunta del título. La sucesión arbitraria y la lógica insondable de las mutaciones de la historia, a la vez siniestra y tierna, recuerdan las novelitas de César Aira. No es casual que en la sucesión encadenada de las piezas, el propio Aira señale la misma lógica que anima sus relatos: “Cualquiera de los pasos de esta sucesión parece caprichoso, pero el encadenamiento está regido por una cierta lógica de la transformación”. Y es que las transformaciones que hacen avanzar el único relato de Gordín, precisamente, ofrecen una clave de su arte. Dando cuerpo a sus fantasías a través de miniaturas que “cobran vida” desde la figura plana a la escena tridimensional, el artista crea sus pequeños reinos en los que todo se mueve a su arbitrio, en un tiempo ajeno a la finitud de la vida y el relato. En otra escala y en otro tiempo -ahí está ¿Quién mató a quién? para demostrarlo-, los riesgos son imponderables. Al pie de la pieza podría anotarse un intercambio de Gordín con un psicoanalista, que él mismo repite con un humor cándido, como de cartoon de The New Yorker: Psicoanalista: “¿Nunca intentaste trabajar con el tema de la muerte que tanto te preocupa?”. Gordín: “No, nunca se me ocurriría. La muerte me atormenta demasiado como para ocuparme de eso en mi trabajo”.
Miniatura y nostalgia. Como si obedeciera a un mandato cifrado en su apellido, Gordín construye gran parte de su mundo en diminutivo. Por regla general, las piezas alteran las dimensiones de los objetos reales que las inspiran, pero prefieren, por algún motivo, el formato reducido. La miniatura se asocia con toda lógica al juego infantil (el juguete y la casa de muñecas son sus unidades mínimas y sus modelos privilegiados), pero la pequeña escala nunca fue patrimonio exclusivo de la infancia. “¿Quién da juguetes al niño si no el adulto?”. La pregunta es de Walter Benjamin, que en la estela de Baudelaire advirtió el carácter antiutilitario y antiburgués del juguete y su funcionalidad en el mundo adulto. (“En un gran almacén de juguetes”, escribe Baudelaire en “Moral del juguete”, “hay una alegría extraordinaria que lo hace preferible a un hermoso piso burgués. ¿No se encuentra allí toda la vida en miniatura, y mucho más coloreada, limpia y reluciente que la vida real?”). En los coleccionistas de juguetes antiguos y libros infantiles, Benjamin encontró un tipo humano que veía extinguirse en el reinado rampante del consumismo burgués; en el juego infantil, anclado en la repetición y la exageración, una vía de escape a la realidad amenazante. “Si el adulto se ve invadido por el impulso de jugar -escribió en “Juguetes antiguos”-, ello no es producto de una simple regresión a lo infantil. Es cierto que el juego siempre libera. Rodeados de un mundo de gigantes, los niños, al jugar, crean uno propio, más pequeño; el hombre, brusca y amenazadoramente acorralado por la realidad, hace desaparecer lo terrorífico en esa imagen reducida”.
Como el coleccionista, el creador de mundos en miniatura se enfrenta a la dispersión y el desorden del mundo con un nuevo orden, un desorden productivo que lo acerca a las cosas y a su historia. Pero hay una relación todavía más esencial, más ontológica, entre representación y miniatura. Si el arte es una forma sintética del mundo (“el arte trabaja a escala reducida”, dice Lévi- Strauss), la miniatura es la puesta en escena más literal de esa correspondencia sinóptica. De ahí su declarada teatralidad. Nada sucede en los microescenarios estáticos de la miniatura, pero todo sugiere un uso y una contextualización que invita a ponerlos en marcha, proyectar acciones, por medio de asociaciones o recuerdos de otros usos. Reducidas en escala, contenidas en un cuadro quieto, las cosas parecen abrirse para revelar sus secretos con la misma lógica del microscopio que descubre la vida dentro de la vida, el sentido dentro del sentido. La casa de muñecas, divertimento de adultos en su origen, es el modelo ejemplar de ese juego implícito entre exterior e interior. Espacio cerrado dentro de un espacio cerrado, interior de un interior, la escena en pequeña escala promete una infinita interioridad a salvo del paso del tiempo. El juguete, en ese microcosmos, es la corporización física de la ficción, un dispositivo de la fantasía para habitar un mundo paralelo.
Los minibarrios de Gordín, sus miniedificios y sus minimonumentos pero, sobre todo, sus cajas de vidrio con microescenas congeladas responden a ese doble afán de interioridad y aislamiento. Pequeñas máquinas sinópticas, sus mundos cerrados figuran fantasías innombrables, como si materializándolas en escala reducida Gordín pudiera explorarlas, domesticarlas, cifrar sus sentidos secretos. El mundo de la miniatura es, por lo general, un mundo cercado (Swift, recordemos, crea el Lilliput de Gulliver en una isla y Joseph Cornell dispone sus pequeños tesoros hallados en cajas de madera y vidrio), para que el orden que lo rige permanezca perfectamente inalterado. (“El vidrio -observa Susan Stewart en un estudio detallado de los usos de la miniatura- elimina la posibilidad de contagio, de experiencia vivida incluso, y maximiza la posibilidad de visión trascendente”). Pero mientras que en las miniaturas clásicas el espacio reducido suele ser garantía de orden, proporción y equilibrio, las miniaturas de Gordín están trastornadas por algún desorden, una presencia inquietante, un misterio irresoluble que la obra despliega y al mismo tiempo esconde. Los efectos son contradictorios. ¿Las amenazas de control y persecución del mundo contemporáneo no se vuelven más localizables y más perturbadoras en las escenas sombrías de Nocturnia? ¿La rigidez del militarismo y la monumentalidad pública del Estado no se vuelven absurdas en los minimonumentos facistoides o en la represión disparatada de Cuesta abajo?
El vidrio, en las piezas de Gordín, no es solo un límite protector, sino una huella material de la lejanía, puesta en escena del artista adulto que exhibe su representación distanciada del mundo. También los foquitos que iluminan muchas de las obras subrayan la teatralidad deliberada del dispositivo. La otra medida de la distancia la impone un tiempo fuera del tiempo que se recupera con nostalgia. En los objetos démodés, en las técnicas al borde de la obsolescencia, el artista ve brillar un último destello de la dimensión utópica que alguna vez alentaron. El Golfito internacional, en el que Gordín convierte el frustrado proyecto de Tatlin para la Tercera Internacional Socialista en minijuego de adultos, es una condensación perfecta de esa combinación melancólica de juego, humor y nostalgia, que es también la figuración de un legado. “Quizás la conexión con el pasado es a través de mi padre”, dice Gordín. “Tuvo fe en el progreso del hombre a través del socialismo, y con el paso del tiempo y el consiguiente desencanto, sintió nostalgia de su propia fe. […] Desarrollé un gusto por lo viejo y le dediqué un exceso de amor al pasado, sobre todo a las estéticas de pre y posguerra. Conservo una foto de mi padre junto al Atomium todavía reluciente de la Exposición Universal de Bruselas en el 58, y un cenicero, souvenir de la feria”.
Homo faber – Homo ludens. Bombas de acuario que empujan vaselina líquida por unos tubitos y simulan lluvia o aguanieve, sacapuntas con forma de televisores que se disponen como una instalación de video en una galería de arte, piezas de instrumental de laboratorio que hacen las veces de lámparas, bombitas de agua que hacen soltar lágrimas, mirillas, cables, bisagras: tras los bastidores del arte de Gordín se oculta el taller de un artesano consumado que pone sus habilidades prácticas al servicio de la imaginación fantástica. Más que del desecho industrial o de los restos del consumo que nutren el bricolage, Gordín se sirve de máquinas menudas, piezas sueltas y una serie inclasificable de materiales industriales que desvía robinsonianamente de sus usos más habituales para adaptarlos a sus reinos miniaturizados. Su isla se extiende en un radio urbano perfectamente delimitado en el que abundan negocios de rubros inimaginables, templos laicos de útiles de toda escala que satisfacen las mil necesidades del artesano: La casa del celuloide, El mundo del transformador, El mundo de la galvanoplastia. Gordín encuentra ahí la materia prima de sus construcciones y se afianza en los secretos de los saberes técnicos más dispares. Carpintero, electricista, mecánico, marquetero, galvanoplasta, un amplio espectro de habilidades y destrezas específicas le permite materializar sus mundos fantásticos, aunando la imaginación y la mano, la razón y el trabajo, la teoría y la práctica. No es casual que su obra se presente a menudo en series o que acuñe géneros propios con medios no convencionales: la caja, la caja de vidrio con miniaturas, los gordinoscopios, las tapas de revistas laqueadas. Como todo buen artesano, Gordín avanza con la repetición y perfecciona sus creaciones con el entrenamiento y las horas de trabajo, desarrollando una inteligencia práctica, un saber en el que hacer y reparar son parte de un continuo que le permite entablar un diálogo secreto con las cosas. Es también un tipo específico de coleccionista. Contratipo perfecto del simple consumidor, arranca los objetos de su contexto y su función habitual, los reúne con otros con los que guardan una nueva e íntima relación, los libera de la tiranía del uso o la mera acumulación, los combina y los transforma, hasta convertirlos en el teatro
Si los rigores de la industrialización separaron drásticamente el trabajo del juego (el trabajo se volvió “extremadamente grave”, anota Huizinga en Homo ludens), el artesano es capaz de reconectarlos y transformarlos expresivamente en arte. “El trabajo artesanal -propone Richard Sennett en una extendida reivindicación del rol social y cultural del artesano- pone el foco en los objetos mismos y las prácticas impersonales, atempera la obsesión, estimula la curiosidad y la reflexión sobre el uso y el sentido de las cosas”. Desde que Gordín se alejó de la imagen bidimensional, en efecto, el trabajo artesanal imbuido de juego se fue transformando en arte.
La curiosidad práctica por los usos posibles de un material, el gusto por el tiempo lento del trabajo artesanal opuesto a los tiempos rápidos de la creación instantánea lo acercaron a otros artistas -Miguel Harte, Benito Laren, Marcelo Pombo, Fabio Kacero-, compañeros de ruta desde sus comienzos en el Centro Cultural Rojas. Pero hay otra historia más personal que explica el protagonismo del homo faber en el origen de su arte. Dice Gordín que el mandato familiar exigía que acompañara el futuro incierto del artista con algún oficio. “Tuve que encontrar una forma de hacer arte que reuniera mi vocación, mi voluntad y mi deseo -confiesa, como si la constricción le hubiese inspirado la fórmula- y además cumpliera con ciertas pautas familiares. Debe ser por eso que soy artista pero también soy electricista, mecánico, carpintero. No se dirá que no trabajo”.
Microarte institucional. Hay una obra de Gordín que condensa otro comienzo -su ingreso en los espacios institucionalizados del arte-, convenientemente reducida en legitimidad y escala como conviene al creador, todavía en ciernes, de un mundo autónomo miniaturizado. Promisoria en audacia, la obra contiene un relato que su oportuno mentor, Roberto Jacoby, reconstruye un año más tarde, cuando Gordín presenta su primera exposición en el Instituto de Cooperación Iberoamericana, uno de los centros de la escena artística porteña en los 90: “Es la segunda vez que el pintor Gordín expone en el ICI. La anterior, en 1992, fue un acontecimiento que conmovió a los peatones de la calle Florida, que en su mayoría no solo ignoraban la existencia del pintor Gordín sino incluso la del ICI, por no mencionar el ARTE MODERNO en general. Para delicia del porteño y por qué no del turista, en menos de medio metro cuadrado, el joven artista presentó las más ambiciosas installations que jamás se hayan exhibido en Argentina y, sobre todo, presentó al ICI y a su PÚBLICO, en calidad de instalaciones. Aquella vez a Gordín no lo habían invitado a exponer en el ICI, pero eso no lo detuvo. Me pidió prestado un ICI que yo tenía tirado por ahí y expuso nomás. A través de sus regocijantes visitas guiadas, los transeúntes se introducían en el maravilloso mundo del arte contemporáneo en versión Gordín, es decir, en versión miniatura. El hecho de haber expuesto en el ICI llamó la atención de las autoridades del ICI que no dudaron en invitarlo a exponer ahora, en 1993”.
Gordín, efectivamente, montó su primera muestra en el ICI, dentro de una maqueta del ICI, dispuesta sobre unos caballetes instalados fuera del ICI. La aparente contradicción de las preposiciones resume bien su apuesta a la fantasía, el juego y el humor como credenciales de entrada en el mundo del arte. Con la luz encendida de un casco de minero en la cabeza, él mismo ofrecía visitas guiadas cada quince minutos, describiendo las piezas de la minimuestra: La invasión goulash, un tríptico de ciencia ficción; una videoinstalación “con tecnología de (saca) punta”; Montescos y Capuletos, una guerra de succiones entre sopapas y chupetes, dos familias inconciliables, y más. Aunque nunca llevó a cabo la empresa, Gordín prometió seguir exponiendo en la puerta de lugares impenetrables como el Museo Nacional de Bellas Artes, la galería Ruth Benzacar o el Guggenheim de Nueva York. Ese mismo año concibió Instalación en el Centro Cultural de la mesa, un juego de mesa con pequeñas obras de arte intercambiables, dotada de un kit vernissage que incluía público y mozos, y en Videoinstalación en el Soho del año siguiente desplegó con ironía una instalación de videos dispuesta en pequeños sacapuntas con forma de televisores, apenas interrumpida por una escena “real” miniaturizada, con la que sutilmente colaba su propio arte en las filas del videoarte de vanguardia. Las tres obras figuran con gracia las luchas por el ingreso en los espacios de consagración, las tensiones del campo artístico, el enfrentamiento de poéticas, la banalidad de las modas y las disputas por el mercado. Mediante el juego y la escala reducida, una vez más, el artista toma distancia. Pero hay una obra en que la que Gordín representa de modo aún más sesgado su propio lugar en la esfera del arte globalizado. Anticipándose a las estrategias de la autoficción, se retrata en una serie de acuarelas como jugador de fútbol, años 50, modificando infinitamente su apellido: Gordinho, OGordin, Gordic, Gordinescu, Van Der Gordiner, Gordinov, Gordínez. La identidad nacional también es un juego, una convención, parece decir, solo admisible en los seleccionados de fútbol; para el artista, en cambio, como quería Borges, nuestra tradición es todo el universo.
La serie “microarte institucional” podría cerrarse con una obra más reciente, La nueva adquisición, en la que Gordín se desentiende de cualquier alusión al mundo del arte contemporáneo para reconcentrarse en su propio imaginario. La adquisición en cuestión es un tapiz flamenco en el que su ubicuo personaje espectral cabalga como un caballero medieval entre mil flores, abstraído del mundo, distanciado por múltiples marcos: la caja de vidrio que encierra la escena, la sala del museo donde el tapiz se está desembalando, un texto de Petrarca al pie, una parrilla de luces que hace suponer que tal vez lo estén filmando. Bien mirado, el tapiz de marquetería es también un auténtico Gordín, recibido en el museo con el despliegue de las obras maestras consagradas. Desde sus primeros óleos de motivos fantásticos o el improvisado debut de sus miniaturas frente al ICI, Gordín ha perfeccionado la autonomía de su arte, su pericia artesanal y su originalidad, sin apartarse de la escala menuda que, como auguró Fabián Lebenglik en el recuento de aquella primera muestra portátil, es el tamaño de su esperanza.
Notas
El comentario de Serge Daney se cita en Stéphane Goudet, Jacques Tati, Paris, Les Petits Cahiers, Cahiers du Cinéma, 2002. “Los todos parciales de Gordín”, de César Aira, se incluye en Gordín. Pequeños reinos, Buenos Aires, Espacio Fundación Telefónica, 2004. Las citas de Walter Benjamin pertenecen a “Juguetes y juego” y “Juguetes antiguos”, reunidos en Escritos, La literatura infantil, los niños y los jóvenes, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1989. “Moral del juguete” se incluye en las OEuvres complètes de Charles Baudelaire, Paris, Gallimard, 1951. El ensayo de Susan Stewart, On Longing. Narratives of the Miniature, the Gigantic, the Souvenir, the Collection (Durham, Duke University Press, 1993) fue una referencia continua para pensar la miniatura en el arte de Gordín; de ahí se extrajo la cita. El libro de Richard Sennett The Craftsman, imprescindible para pensar las relaciones entre arte y artesanía, fue publicado en New Haven & London por Yale University Press en 2008, e incluye la consideración de Homo Ludens, de Johan Huizinga. El texto de Roberto Jacoby se publicó en el afiche catálogo de muestra en el ICI de 1993, Sebastián Gordín. Las citas de Gordín, salvo la referida a su padre (extraída de “Un último intento de dominar el mundo. Conversación con Roberto Jacoby”, en Gordín. Pequeños reinos, op. cit.), surgen de conversaciones con la autora en marzo de 2008.
Libros sobre artistas, Los sentidos, colección Ruth Benzacar