En Llaverguoqui, la muestra de Stella Ticera y Nicolás Said en la galería Constitución, se da una conversación que a más de une podría resultarle incómoda. La convivencia entre sus obras me parecía, hasta haber ido, una combinación inusual. Las imaginaciones parecían muy diferentes: la de Nico, truculenta, detallista, monocromática y referencial mientras que la de Stella es colorida, ensoñada, autobiográfica, con una tristeza honda muy singular. Pero al mirar los cuadros, vi que ambos se paran a una misma distancia de las figuras que hay en ellos. Como si vieran con una misma lejanía su propia imaginación, una especie de racionalidad o frialdad frente al disparate. Algo parecido pasa en Alicia en el país de las maravillas, al que invocan desde el nombre de la muestra. El “nonsense” que se despliega en el libro de Lewis Carroll no es un delirio sino un sentido distinto, una problematización del sentido común o una puesta en escena de sentidos raros, dislocados, etc. Un sacudón a su protagonista, que en edad escolar, confía más que nunca en los saberes y en la construcción de la identidad. Por eso Alicia, aunque dispuesta a la transformación y a la aventura, se muestra terca. En esa frialdad distante y disposición a ver su propia imaginación se encuentran Nicolás y Stella, y en ese encuentro se forma algo que no es ni él ni ella.
A su manera, los dos logran salir del ensimismamiento de sus neurosis, ensoñaciones, fantasías negras y obsesiones. Todo eso que parece único e intransferible a lxs demás. Las obras de Nicolás, por ejemplo, parecieran decir: “¡mi imaginación es la imaginación del mundo entero!” o, al menos, de la cultura occidental. Sus figuras y escenas, fascinadas por lo horrendo, son como un resumen de los mirabilia medievales, bestiarios de criaturas y portentos, entre otras referencias siniestras o apocalípticas. Su trance es el del compendio. Su idea de monstruosidad es fría, enciclopédica, distinta a los discursos que exaltan la palabra para reivindicarla para el “yo mismx”. Entre telones, detrás de velos y harapos, las imágenes salen teatrales con un ¡tarán! obvio, como si dijeran: ¡claro que somos monstruos, siempre lo fuimos, no hay más que monstruo al interior! Truculento pero no triste, su detalle obsesivo de miniaturista es muy alegre. De una forma medio archimboldesca, indaga en lo feo, en lo deforme, y en la ilusión del punto de vista. “¿Esta teta es una cebolla?” “¿Estos vestidos son un escobillón viejo?” “Ay, ay,no verás más que lo que estás acostumbradx a ver, cierto?”, dicen. “Tal vez algún día veas otra cosa”.
Los dibujos de Stella son más autoreferenciales, si se quiere, simplemente porque la divisamos entre las criaturas de sus universos mentales. A veces como un ciempiés, con cuerpo de árbol, bicéfala, otras veces aplastada hasta achatarse con el caos imaginario que, sin embargo, nunca deja de controlar. Hay un dibujo en particular, tal vez el más grande de la sala, que retrata bien esta escena de pararse frente a la propia imaginación, como si enseñara (demostrara) que nadie es tan especial, que todxs podemos hacer el mismo ejercicio. En él, una gran Stella de enormes brazos sostiene con una mano un yo empequeñecido y con la otra el tobogán de su propio interior, donde es arrojada ella misma con forma de cuchara, así como Alicia cae por el tobogán de un pozo, justo antes de volverse adicta a ser el centro de atención de las aventuras. Inversamente a Nicolás, las maravillas de Stella parecen a simple vista más felices, pero el color lavado de sus lápices transmiten una aflicción de los bajos fondos de su pensamiento, lo que le podría pasar a cualquiera viéndose por dentro.
En una escena del libro, Alicia tiene un encuentro desconcertante con una oruga mala onda que la deja muy contrariada. “¿Quién eres tú?”, le dice la oruga. Como Alicia había pasado por una serie de transformaciones y, además, es una niña de educación victoriana de buenos modales, encuentra decepcionante no poder contestar a la pregunta. La oruga, un poco cínica, para quien la transformación y disolución del yo es una obviedad y no un trauma, se ensaña con ella, poniéndola a prueba. En el medio de la sala, tuve la sensación de que esta conversación entre imaginaciones (eso que cada unx siente tan personal e importante), al igual que la conversación entre la oruga y la protagonista, desarmaba un poco la metafísica de la identidad. Esa tontería del yo y las bases sobre las que se empieza a elucubrar la megalomanía. Yo había entrado con una actitud un poco conservadora, prejuzgando que la juntura entre estxs artistas era rara porque sus imaginaciones eran muy distintas, que no llegaría a expandirse lo suficiente ninguna de ellas. Pero los mismos dibujos me respondieron: “¿Por qué esperabas ver la parafernalia de una imaginación desplegándose en una muestra? ¡Jujurujú! ¿Qué te hace tan especial? ¡nada te hace tan especial! ¡Zis, zas y zas! ¡Ni la normalidad, ni la diferencia, nada te hará tan especial! ¡Tu imaginación es profunda y frívola, personal e impersonal, como la de cualquiera, como la del mundo entero!”