No encuentro nada que decir sobre esta obra de Kacero. Libros en blanco, con un título y un índice. Hace días que pienso en estos libros y no se me ocurre nada, y no porque los libros estén en blanco. Tampoco porque me haya mimetizado con ellos; al contrario: los siento lejanísimos. Para mí, como escritor, son la representación de un bloqueo. Podrían darme miedo. Y sin embargo me encantan, en el sentido fulminante del término de cuento de hadas. Son como la evidencia de una obra infinita, a la que uno podría agregarle cosas indefinidamente, aunque ya se hayan numerado las páginas de lo que todavía no se dijo. Kacero es bastante parecido a su obra: misterioso, callado y brillante. Su obra no es menos divertida que él, pero sí más insolente: mientras que Kacero me da la impresión de ser una persona bondadosa y muy pacífica, su obra, de realización preciosista (ignoro si el término es negativo en el mundo del arte contemporáneo, yo lo uso admirativamente), parece compuesta con la visión de un sentido que se ve y no se da, incluso llevándose ante cada pregunta una mano a la entrepierna y agitándola con descaro. Kacero, por supuesto, no es así, al menos que yo sepa.
Lo vi tres o cuatro veces este año. Una vez, durante un festejo en Aghata, el minitaller que comparten Fernanda Laguna y Vicente Grondona, salí a tomar un poco de aire y me senté en el escaloncito de la puerta, donde ya estaba Kacero. En determinado momento (“¿En qué andás?”) me mostró un índice compuesto por títulos que a veces parecían de ensayos y a veces de relatos y que sería lo único escrito en un libro en blanco. Todavía era nada más que una idea, pero nada menos que una forma, así que no hubo ninguna necesidad de ver o de tocar el objeto para apreciarlo. Kacero fantaseaba una forma, no un contenido. Planeaba componer un libro con títulos, como quien dice con acrílicos, o con pedazos de vidrio, o con lo que sea, y con un índice; como todos los libros estarían en blanco, el resultado no podía ser otro que el de obras figuradas con títulos figurativos. Algunos eran ingeniosos, otros sobrios y sutiles, algunos, de tan atractivos, actuaban como carnadas, estimulándonos a espiar, a saltear, a adelantarnos, tal como haríamos en un libro escrito. Además, en la medida en que las hojas del libro iban a estar en blanco, supuse, quizá con mala intención, que el libro “completo” funcionaría como un mero envoltorio del índice. Enseguida me di cuenta de que el índice, a su vez, funcionaba como el marco en un cuadro –el marco silencia lo que está afuera de la obra–, pero al revés: Kacero iba a silenciar lo de adentro. ¿Cómo? Fabricando un fantasma material, de cuerpo más o menos breve (alrededor de 200 páginas), con prólogos, epílogos, notas de autor y, curiosamente, por lo que alcancé a ver, con muy pocas ilustraciones. Si en aquél momento hubiera tenido un sombrero, me lo hubiera sacado. Esa fue la segunda vez que nos vimos.
La primera vez, no mucho tiempo atrás, Kacero me había dado a leer los originales de un cuento suyo que era parte de un libro de próxima aparición, Salisbury, así que ahora –en el escaloncito de la puerta de Agatha–, con ese antecedente, pensé que Kacero acababa de encontrar el recurso perfecto, como artista visual tanto como escritor, para liberarse no solo de las frases (además de escribir, no escribir) sino también de “las malicias del plan, las combinaciones de efectos y los cálculos escondidos”, que era un deseo de Flaubert. Kacero mismo dijo en alguna oportunidad que su destreza consiste en tirar –en un parque de diversiones– la pelota no a los patitos sino al espacio entre ellos. Hacer blanco.
Así que ahí estábamos los dos sentados, hablando y respirando, cuando de pronto un auto chocó desde atrás a una pequeña furgoneta blanca que acababa de detenerse, empujándola hacia la calle lateral, por donde venía un colectivo a toda velocidad. El colectivo la impactó de lleno y la aplastó como a un mosquito contra la pared de enfrente. Hubo una explosión de sangre.
Kacero y yo, después de un momento de correr shockeados en todas direcciones, como si no supiéramos adónde ir, nos acercamos a la pobre furgoneta pensando que no había salido nadie ileso (había sangre en la calle, en la vereda, en las paredes, en los árboles), pero nos encontramos con que en realidad no había salido nadie herido. ¿Cómo era posible? La explicación del enigma estaba impresa en la puerta trasera de la furgoneta, que se abrió sola, con un chasquido, como la página de un libro, y en la que podía leerse:
TRANSPORTE DE SANGRE
Mantenga Distancia.
Ya más tranquilos, huimos de esas estridencias de la realidad hacia la librería La Internacional Argentina, a una cuadra del lugar del accidente. Una vez ahí, Kacero me propuso una presentación conjunta de Salisbury y de un libro mío, ya que saldrían los dos al mismo tiempo. Fijó una fecha, una hora y un lugar y cursó las invitaciones. Llegado el día, Kacero apareció de pronto con dos docenas de globos de gas, ató a los globos un ejemplar de su libro y otro del mío y, rodeado de amigos, de artistas, de curiosos, fue hasta la esquina y los soltó. En menos de un minuto los libros se habían perdido de vista. Recuerdo que alguien preguntó, paranoico, mirando al cielo: “¿Y qué pasa si el libro le cae a alguien en la cabeza?”. No era una buena pregunta, pero nadie dijo nada, como si lo fuera. Pero sí: aquél libro efectivamente escrito pudo haberse perdido para siempre o caer en las manos de cualquiera, sino en su cabeza, como lugar sagrado del lenguaje. Kacero es el artista que invirtió (dió vuelta) con más precisión que nadie lo que está ausente.
Indexes
I have nothing to say about this work by Kacero. Blank books with a title and a table of contents. I’ve been thinking about these books for days and I can’t think of anything, and not just because the books are blank. And not because I identify with them either. To the contrary, they seem very alien to me. To me, as a writer, they represent writer’s block. It could be that they scare me. And yet they enchant me, in the full fairy tale sense of the word. They are a kind of evidence of an infinite work to which one could go on adding things indefinitely even though the pages of what has not yet been said have already been numbered. Kacero is pretty similar to his work: mysterious, quiet and brilliant. His work is just as funny as he is, but it is also more insolent: while Kacero gives me the impression of being a generous and very peaceful man, his work, exquisitely constructed (I don’t know of this is a good or bad thing in the world of contemporary art, I use it admiringly), seems part of a vision of meaning that refuses to reveal itself, one whose response to every question is to grab its crotch in defiance. Kacero, of course, is nothing like that, as far as I know.
I’ve seen him a few times this year. Once, during a party in Agatha, the mini-workshop shared by Fernanda Laguna and Vicente Grondona, I went out for some air and sat on the step in the doorway. Kacero was already sitting there. At one point (“What are you doing these days?”) he showed me a table of contents. Some of the entries looked like the titles for essays while others looked like stories, but they would be the only things written in an otherwise blank book. It was still just an idea, just a form, so there was no need to see or touch the object to appreciate it. Kacero had invented a form, not content. He planned to make a book out of titles, in the same way that others work with acrylics, or pieces of glass, or whatever, plus a table of contents; as all the books would be blank, the only result possible would be figurative works with figurative titles. Some were ingenious, others serious and subtle, and some were so attractive that they acted as bait, urging us to take a peek, to skip forwards as we would with a written book. Also: given that the pages of the book were going to be blank, I thought, perhaps uncharitably, that the ‘whole’ book would be nothing more than packaging for the table of contents. I immediately realized that the contents, in turn, worked like the frame for a painting – the frame silences everything outside of the work – but in the opposite way: Kacero was silencing everything inside. How? By creating ghost material, it was fairly short (about 200 pages), with prologues, epilogues, notes from the author and, curiously, as far as I could see, with very few illustrations. If I had been wearing a hat at the time, I would have taken it off. That was the second time we saw each other.
The first time, not long before, Kacero had given me the manuscript for a story of his that was going to be part of a book soon to be published, Salisbury, so now – on the step at Agatha’s door – thinking of this I thought that Kacero had just found the perfect solution, as both a visual artist and a writer, for freeing himself not just of phrases (written and unwritten) but also “the malevolence of the plan, the combination of effects and hidden calculations,” which was one of Flaubert’s wishes. Kacero himself said once that his skill consisted not of shooting at the wooden ducks at the fairground, but shooting between them. Drawing a blank.
So there the two of us were, sitting, talking and breathing when suddenly, in front of us, a white van stopped suddenly and a car hit it from behind, pushing it towards a street where a bus just happened to be speeding along. The bus smacked into the van and squashed it against the wall like a bug. There was an explosion of blood.
Kacero and I, after a moment’s running around all over the place in shock, with no idea what to do, went over to the poor van thinking that no-one could have got out alive (there was blood on the street, on the pavement, on the walls and even the trees), but in fact it turned out that no-one was even hurt. How could that be? The explanation for that enigma was written on the rear of the van, which opened by itself, like a page in a book. It read:
BLOOD TRANSPORT
Keep your distance.
Calmer now, we fled the strident outbursts of reality and went into the bookshop La Internacional Argentina, a block away. Once we were inside, Kacero suggested a joint launch for Salisbury and a book of mine, as they were both coming out at the same time. He set a time and a place and arranged for the invitations. When the day came, Kacero turned up with two dozen balloons filled with helium, tied the balloons to one of his books and one of mine and, surrounded by friends, artists and curious onlookers, walked to the corner and let them go. In less than a minute the books were out of sight. I remember that some paranoid person, looking up at the sky, said: “What if the book falls on someone’s head?” It was a stupid question, but no-one said anything, as if it weren’t. But: that actually written book could have been lost forever or fallen into someone’s lap, if not their head, as a sacred receptacle of language. Kacero is the artist who has inverted everything that absence is more precisely than anyone.