“Mi mundo tiene contactos tangenciales con el de Aída Carballo, que fue una de las artistas que me apuntaló cuando yo empezaba. Ella me largó al ruedo. Con Aída tuve una relación muy especial; me protegió y yo tenía la sensación de que me quería salvar de algo”.
Mildred Burton
Desde el miércoles 22 de marzo Ruth Benzacar Galería de Arte presenta “La monarca”, de Mildred Burton y “La gracia extrañada” de Aída Carballo, que se desplegarán en la Sala 2 acompañadas con textos de María Gainza y una entrevista a Mildred con Analía Couceyro y Albertina Carri, filmada hace 12 años.
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LA MONARCA
Había nacido en Paraná, Entre Ríos, en 1923 o 1931 o 1936 o 1942. Desde el vamos, la historia de Mildred Burton será incomprobable. “Mirá, es como una muñeca”, le dijo su abuela cuando la arrastró fuera de la habitación y le mostró el cajón rodeado de flores. Entonces la alzó y Mildred vio al monstruo desfigurado. No quiso besarla. Su madre inglesa murió de una septicemia, estaba embarazada y tenía 25 años. “La mató la ciencia”, dijo Mildred porque el médico que vino a ayudarla venía de un asado y con borrachera encima no reconoció los síntomas y apuró el parto. Mildred se despidió de su infancia como el principito de su rosa, y pasó a vivir con su abuela alemana, una nazi que tejía pasamontañas en una casa tudor de pasillos silenciosos. No se quejó. Tenía un método de evasión: se contó una historia, hizo un dibujo. Alguien la vio hablar sola mientras dibujaba, le adjudicaron una debilidad nerviosa y le colgaron una ristra de ajos para ahuyentar a los demonios. Esa noche la abuela le pegó diez manguerazos. “La niña Millie no ha hecho nada”, la defendió la criada mestiza. “No importa, por las dudas”, dijo la abuela y siguió dándole. Honrando la alegoría de la adolescente que huye, Mildred anunció a los quince años que se casaba con un militar. Era alto porque a ella los petisos le parecían “monitos titís”. Para lo que le sirvió el buen porte del hombre. “Su luna de miel fue un largo escalofrío”, diría un escritor que había vivido por la zona mesopotámica años antes. Se llevó un camisón con miles de tiritas que se ataban y un agujero que se abría a la altura de la vagina. Tuvo un hijo y después otro y después otro y después otro y después otro, porque el sexo, bueno, había que aceptarlo, hasta que se pudrió y se los llevó a todos a la Capital y se puso a trabajar de copera en El Dragón Rojo, un tugurio regenteado por el Príncipe cubano. Tiempo después le llegó una carta desde Paraná. Parece que su padre había saltado de las barrancas del río con una yunta de pollos en cada mano. Siempre había querido volar, era ingeniero, como lo era ahora su nieto, el segundo hijo de Mildred, el telequinésico que encendía fósforos con la mirada, hacía retroceder a los yacarés en la laguna de Iberá y cuando miraba a un perro, este caía hipnotizado.
Todo esto lo contó la propia Mildred hace doce años en una entrevista filmada con Analía Couceyro y Albertina Carri. En esa charla, que sucede en el barrio de La Boca, donde los vecinos la conocen como La Monarca por la cantidad de habitaciones que tiene su casa (aunque se sepa que en ellas solo hay pinturas) desde ahí relata las cosas más extrañas en un tono de total normalidad.
Si lo de Mildred es surrealismo o no, me resulta una discusión bizantina. Lo que yo veo es una fusión de elementos en una mente impresionable: la veta británica preservada en los Chapbooks, una forma popular de literatura donde se publicaban cuentos infantiles repletos de asociaciones extrañas y objetos con actitudes humanas (La bella y la bestia con sus teteras parlanchinas fue un clásico de la colección); sumada al terror familiar que Millie presentía en cada rincón: en los muebles Chippendale con fantasmales hojas de acanto y patas terminadas en garras; en los manteles con motivos flora-les putrefactos; en las muñecas Marilú cascoteadas y tuertas pero con sus vestiditos de broderie blanco espuma; en las cortinas con borlas como miomas; en los arabescos descoloridos de las alfombras persas que la acechaban en sueños.
En un cuento llamado El empapelado amarillo, de 1899, la protagonista encerrada en una habitación se obsesiona con un papel de un enfermizo tinte sulfúrico: “El patrón de la pared se encorva como un cuello roto y dos ojos bulbosos te miran al revés. Nunca había visto tanta expresión en una cosa inanimada. Hay cosas en ese papel que nadie más que yo conoce, ni conocerá jamás. Yo no dejaría que un niño mío, una cosita impresionable, viviera en una habitación así por nada del mundo.” En ese mismo ambiente creció Mildred y se dejó afectar o no le quedó otra opción porque la naturaleza la tenía acorralada. A la manía victoriana por estilizar al mundo vegetal, se le sobreimprimió el despampanante paisaje entrerriano con sus leyendas macabras —las iguanas y el Curupí, los escarabajos y la luz mala— y en dulce montón repta-ron y germinaron en la fértil imaginación de Mildred. En “El almohadón de plumas”, el cuento de Horacio Quiroga, escritor de la misma zona liminal mesopotámica, una mujer muere a causa de un extraño bicho que anida en su almohada y noche a noche le succiona la sangre de la cabeza. Esa historia bien podría haber sido inventada por Mildred. En sus retratos suele haber infiltrados, el más habitual es la demoníaca musca domestica linnaeus. La mosca con sus alas de color heno que funciona como un patrón William Morris y, a la vez, como lo haría una calavera en una naturaleza muerta, su espíritu carroñero sobrevolando con paciencia truculenta a sus víctimas.
Esa mujer que habla a cámara sentada en una silla muy recta con camisa blanca de mangas cortas, parece una alumna que ha sido citada en la oficina de la directora para explicar lo sucedido. Los hechos que ella relata lindan lo increíble —el padre que quería volar atado a pollos, el hijo que domaba yacarés con la mirada, la abuela tejedora nazi que daba manguerazos— pero en ningún momento los pone en duda y cada historia que cuenta tiene un componente cinematográfico. Mildred es una máquina de producir historias que se vuelven instantáneamente leyendas. Entre los espíritus gótico-románticos, eximirse de la realidad ha sido siempre una meta. Anne Radcliffe comía carne cruda para tener sueños fabulosos, Robert Southey experimentaba con gas hilarante, el método Burton para alcanzar esos horizontes fantásticos, no necesitaba alicientes, funcionaba por sí solo y no parecía apagarse, como si la máquina, una vez puesta en marcha en la infancia, hubiera tomado momentum y ahora se autoabastecía con su propia energía. “Todos mis cuadros nacen de un relato anterior. Tengo más relatos que pinturas”, dijo en 1998. Contar hasta que la realidad crezca como un globo de helio y después cortar el hilo y dejar que el globo dibuje sus derivas locas y enrarecidas. Llevar esos relatos visuales al papel fue su gran talento. No era una exagerada ni una mentirosa —esas varas son para la gente de la calle— era una artista que había perfeccionado un método de evasión que funcionaba las veinticuatro horas del día.
Por María Gainza