EL CUERPO DE LA TRANSGRESIÓN.
Galería Benzacar, agosto de 2014. Flavia Da Rin nos enfrenta a un vuelco inesperado. La escala se redujo, se retiró el color, y con él la estridente y fantasiosa parafernalia que tan bien conocíamos y cuya memoria torna sorprendente la concentración casi ascética de estas nuevas escenas.
Sí, las evidencias visuales son muchas, pero importan en tanto encarnan un verdadero desplazamiento conceptual. Por primera vez, la fotografía, más que soporte, se convierte en referente. Es la fotografía documental moderna la que alienta este nuevo lenguaje monocromático y sucinto. Más aún: por primera vez, la obra de Flavia Da Rin apunta hacia el pasado. Porque antes la historia del arte entraba como uno más de los códigos erradicados que la cultura posmoderna combina libremente en tanto los ha vuelto signos equivalentes de un eterno presente. Tenemos razones para sospechar, incluso, que esta nueva serie pone un freno a esa lucha desenfrenada contra la obsolescencia a la que estamos sometidos.
La feminidad sigue siendo su tema. Pero en la obra anterior se trataba del estereotipo de la Young-Girl, que no es ni necesariamente joven ni una chica, sino el modelo del ciudadano consumidor *. Flavia Da Rin deja de encarnar las mil caras de ese personaje ubicuo y se mete en los registros históricos de mujeres reales. Lizica Codreanu, Giannina Censi, Mary Wigman… todas ellas podrían ser también un único personaje que atraviesa décadas y países, pero la ficción es aquí relativa pues no hace más que jugar a unir los matices de un mismo proceso, de un mismo conflicto.
Es sospechoso el silencio que recubrió el rol de las mujeres en las vanguardias históricas. Si en el escenario principal, el acto de destrucción del “gran” arte, era ejercido por sus legítimos dueños, ellas poseían la llave de una bambalina trasera. Transgrediendo las reglas del ballet (el deber del decoro asignado a las mujeres en el teatro social), ellas pusieron el cuerpo, no solo en medio de las maquinarias futuristas y las máscaras expresionistas, no solo en medio del absurdo dadaísta y de las geometrías constructivas, sino también, como Valeska Gert, en lugares extremos que la historia de la cultura registraría décadas más tarde, como el grado cero del acto conceptual o el crudo exhibicionismo del movimiento punk.
Flavia Da Rin les rinde homenaje en el mejor sentido. No se trata de “reversionar” una fotografía encontrada sino de volver a encarnar una experiencia. La pos-producción digital, que en la obra anterior era un lenguaje, vuelve a ser aquí solo una herramienta, un medio. Todo lo importante se dirime en la aventura teatral: el esfuerzo de las poses, los diálogos entre el cuerpo, el espacio y los objetos, el diseño de vestuarios, la composición escenográfica.
Aquellas situaciones pueden volver a ser vividas porque hay un documento, un rastro material del pasado, porque no todo ha sido absorbido por la cultura del simulacro y la hipermaquinaria del eterno presente. La producción de Flavia ha sido siempre intensa y alegre, pero ésta lo es más. “Es su obra maestra”, pensé ayer. Después, ahuyenté ese pensamiento para dejar que en el futuro sus imágenes me sigan desafiando.