Ruth Benzacar Galería de Arte presenta “no hay principio”, de Ernesto Ballesteros. La muestra reúne trabajos que son el resultado de la conjunción entre un pensamiento recurrente y un deseo repentino…
La exposición se desplegará en la sala principal de la galería y estará acompañada con un texto de Francisco Garamona
Hasta el 10 de Agosto de 2024
_
Como una cáscara brillante
El amor regía los viajes en el tiempo,
donde las gradaciones del átomo
eran como frutos del árbol de la ciencia.
Todo lo que estaba en la galaxia era pura ilusión,
y el arte una de las formas
de volver reales a los sueños.
Pinturas y objetos se desplazaban
cubriendo al mundo de una bruma rosada,
debajo de la cual todo era posible.
Solo había que concentrar la imaginación
para que las más alocadas invenciones
del espíritu se hicieran presentes.
Al principio fue un secreto entre científicos.
Y luego pasó al terreno más borroso del arte.
En Argentina, Ernesto Ballesteros
se sumergió en estas teorías que mezclaban
viejos manuales de alquimia,
con física cuántica y automatismo.
La historia es por todos conocida.
Él debía doblegar distancias inmensas con su lápiz,
encapsular el polvo de las estrellas
mediante unos filtros que disponía en el campo,
al que después convertía en la tinta
que utilizaría para crear sus obras,
que eran esculturas a las que aplanaba sobre el papel
para mostrar el secreto de su corazón.
De las ventanas de su estudio erigido
en una torre situada en un pequeño pueblo
–su Gabinete de la Simetría, lo llamaba–,
oteaba el paisaje de la llanura indistinta,
donde desplegaba su mirada encontrando
siempre progresiones nuevas, ya que tenía
en su poder la llave del dibujo, y también
el don de conocer el reverso de todas las cosas
que salían de sus manos facetadas de ónix y grafito.
Todo esto se contaba en los grupos de artistas principiantes,
y también lo sabían los mayores, sus pares y amigos,
haciendo humear los hornillos de sus pipas,
asintiendo con un movimiento de cabeza.
Sibilantes, se compenetraban con el misterio
de una obra siempre cambiante,
aunque igual a sí misma en sus bordes de pureza.
Podía ser un avión que daba vueltas en un lugar cerrado
o las trazas de un pincel larguísimo y mágico
pintando en el cielo especies de constelaciones desordenadas,
para que los amantes encontraran en ellas
las letras de un alfabeto, que progresivamente
incluía todas sus modulaciones.
Porque había conquistado la línea del relato
de las obras maestras, esas que se enroscaban
como serpientes en sus dedos, creando
pequeñas auroras boreales que guardaba
en los bolsillos de su guardapolvo de trabajo.
Mientras hacía sus dibujos que vistos desde arriba
parecían huellas dactilares de gigantes,
miríadas de noctilucas, pequeñas nebulosas
o agujeros negros balanceándose
en hamacas en los confines del espacio,
ahí donde el arcoíris se plegaba con una sonrisa
enigmática y bondadosa, que invitaba
a seguir el camino hasta perderse en él.
Francisco Garamona