Buscamos siempre el absoluto y no encontramos sino cosas. Novalis
1.
Una fría mañana de finales de agosto de 2014, la ciudad de Rosario[1] se despertó convulsionada: el tradicional Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino había cambiado de color, estaba pintado enteramente de negro. La acción había sido concebida algunos años antes por la artista Mariana Telleria en su proyecto Las noches de los días: “Pretendo reducir las posibilidades emocionales a lo mínimo; que sea una pura y seca acción, permitiendo el enfoque en la forma arquitectónica y en el efecto luz/sombra del edificio durante el transcurso de una jornada”; sin embargo, al comienzo –después los ánimos se apaciguarían–, el factor emocional fue lo que primó en la recepción de su propuesta, ya que de inmediato estalló el enérgico furor –alimentado por los medios masivos de comunicación[2]– de una turba de ciudadanos acusándola –entre otros crímenes– de subversiva; a la par, en la vereda de enfrente, otros ciudadanos –pertenecientes al campo del arte– produjeron distintas manifestaciones a favor del proyecto; Rosario estaba conmovida,[3] todos –detractores y defensores– querían ir a ver; en aquel contexto de ánimos caldeados, una amiga –en común con Telleria– consideró oportuno invitarme a escribir:
Telleria decidió intervenir en la aparente permanencia de las cosas para multiplicar los sentidos y hacer estallar la supuesta firmeza del mundo […] Eligió pintar el Museo Juan B. Castagnino de negro. ¿De negro? Duelo, melancolía, pobreza, oscuridad, temor, tristeza. ¿Cómo invertir la carga negativa que Occidente asigna a este color? […] (Si, como dice Telleria, “el negro es la renuncia más notoria al color y la renuncia más notoria a toda exhibición”, ¿su intervención haría que el museo se mostrara escondiéndose, se develara en el mismo ocultamiento? ¿Logra la artista que un bien inmueble, a partir del señalamiento, se mueva?) […] Algo está sucediendo. Algo se expande –¿el concepto de arte?–. Ampliación objetiva y subjetiva. Transvaloración: un espacio público destinado a recibir obra pasa a ser, él mismo, obra. La acción, entonces, no produce solamente cambios evidentes en la fachada del museo, sino que, fundamentalmente, opera en nosotros –Alejandra Pizarnik estaría de acuerdo–: “Una mirada desde la alcantarilla / puede ser una visión del mundo / la rebelión consiste en mirar una rosa / hasta pulverizarse los ojos”.
Después de leer el texto,[4] Telleria me envió un mail: “Admito que la palabra no es mi lenguaje predilecto, pero te dejo con una de las máximas de nuestra evidentemente querida Alejandra: ‘Escribes poemas porque necesitas un lugar en donde sea lo que no es’. Es lo más cercano a la idea de dios y religión que atraviesa mi vida y completamente mi trabajo”.
2.
Para san Agustín, máximo exponente –junto a santo Tomás– del pensamiento cristiano, creer significa buscar a Dios[5] en todas partes, caminando errantes, en peregrinación permanente; creer supone la necesidad de mantener la sed por Él a pesar de nuestra imposibilidad intrínseca de conocerlo en su auténtica grandeza. Una búsqueda, una sed –una obsesión– que recorre también la obra de Telleria, sin ser ella misma creyente; títulos como Estás en todos lados (2010), La evolución de Cristo (2014, 2016), El primer momento de la existencia de algo (2013), Buscando a Cristo en todos lados (2014), Dios cree en mí (2012)[6] sirven de muestra; ahora bien, existen entre la exhortación de Agustín –santo, padre y doctor de la Iglesia Católica– y el proyecto de la artista –atea– casi mil setecientos años de distancia, por lo que no sería vano intentar responder o actualizar –a la manera de un Pierre Menard contemporáneo–, durante el transcurso de este recorrido, un interrogante: ¿qué Dios busca Telleria cuando emprende la búsqueda de Dios[7]?
3.
El capítulo I del Génesis describe la creación ex nihilo del mundo: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. Una resolución que produjo un orden de cosas. “Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz”. La decisión fue una Palabra, y por ese motivo la Palabra de Dios constituye la primera acción performática de la historia –¿esto convierte a Dios en el primer Poeta?–: a través de su Palabra Dios hizo el mundo; el inconveniente era que “la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo”; entonces, no conforme con decir y hacer la luz, “Vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas […] Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche”. Dios nombra y al nombrar hace. La palabra de Dios, apenas pronunciada, tiene la potencia infinita de crear.[8]
El primer momento de la existencia de algo es una performance en la que un joven practica durante nueve horas el famoso truco de quitar el mantel de una mesa servida procurando dejar la vajilla intacta. La artista escribió: “El visitante accede a un fragmento de la intimidad de un día de trabajo, como si el Estadio de River fuese mi taller. Para el espectador no hay principio ni final, los extremos de esta jornada solo viven para mí”. Telleria transforma la cancha de River en un suceso íntimo, convierte un espacio cuyo evento específico posee un inicio y un final en algo difuso; quiere dominar el desarrollo de los hechos, siente que los extremos viven para ella: principio y fin. Nacimiento y muerte. Por esa razón imagina “una situación metafísica, simple en su complejidad, como son los principios que intentan dar alguna explicación sobre el universo” –el Big Bang, por ejemplo–. Ella busca dominar la situación, y, simultáneamente, ponerse a prueba en un estadio monumental destinado a ser testigo de una rara proeza: “En River está pasando algo que no tendría que pasar y la acción se está dando en un lugar donde no tendría que darse”;[9] desplazamientos, dislocaciones, la artista logra desubicar un espacio y ubicarse en un espacio ajeno, por eso “el truco, el pibe y el estadio mantienen una relación desnaturalizada”, ninguna esencia funciona, “todo se vuelve inútil y conflictivo”; ¿qué esperaría ese chico, solo, si lograra concretar la hazaña?; ningún reconocimiento, “una persona en perfecta soledad deja en evidencia justamente eso: lo afuncional del hecho, ahí donde tendría que haber 70.000 espectadores hay solo dos”. Partiendo de la soledad de uno –el pibe– Telleria abre la posibilidad del dos. ¿El pibe y la cámara? ¿El pibe y ella? ¿El pibe y Dios? ¿Ella y Dios? ¿Uno y dos? En esa oscilación opera la artista, permitiendo “percibir una intensidad máxima –70.000 ausentes, la gran explosión– y una mínima –dos presentes, una partícula elemental– al mismo tiempo”; ambos extremos en coexistencia dejan traslucir una búsqueda cifrada en las siguientes preguntas: ¿Cómo fue la primera vez?, ¿cómo hacemos presente aquello que se perdió?[10]
4.
José, padre putativo de Jesús, ejercía –según las Sagradas Escrituras– el oficio de carpintero. El Evangelio utiliza la palabra tekton cuando lo menciona: un artesano que trabaja la madera con el objetivo de transformarla. Si visitáramos su taller encontraríamos un conjunto de herramientas básicas para llevar a cabo ese propósito: sierras, serruchos, martillos, cola, clavos. Una parte de este oficio –algo del hacer, de los modos de hacer– pervive en el modus operandi de Telleria: “Mis manos son mi mejor tecnología, soy una artesana mental, opero pensando sobre la materia, en un vínculo directo con lo que está ahí, frente a mí, pero antes de las manos está el pensamiento, ¿qué puedo hacer con esto o aquello que estoy observando?”. Estás en todos lados sería el arquetipo de la operación descrita: la artista se encontraba ordenando su taller y, justo antes de desecharlos, puso unos marcos contra la pared. “Los estoy por tirar”, les advirtió, “casi como una loca que se habla a sí misma a través de los objetos”, y empezó a mirarlos a lo largo del día. “Fue como darles una última oportunidad”, porque “lo que querés hacer ya está en el objeto, hay una latencia que el trabajo mental descubre, mi ‘apropiación’ es la posibilidad latente que el trabajo intelectual extrae del objeto, lo que implica que de alguna manera ‘eso que encuentro’ ya está ahí,[11] yo solo debo revelarlo, convertir la potencia en acto, y esto no es más que trabajo, trabajo y trabajo”.[12] Entonces, recuerda, en un momento “los miré proyectando infinidad de intervenciones, hasta que se me ocurrió cortarlos en cuatro y ¡zas!: si los corto en cuatro y junto los vértices se forma una cruz. De un marco de un cuadro se forma una cruz, y de ahí la idea de que ‘estás en todos lados’, la idea ‘dios’ está en todos lados, me pareció una idea simple y al mismo tiempo muy efectiva en los infinitos pensamientos que podés despertar”.[13]
Una idea simple, un gesto mínimo, cortar y unir para generar una obra inagotable cuyo título hace referencia a uno de los atributos del Ser Supremo: el don de la ubicuidad; somos, por definición, incapaces de sustraernos a la mirada de Dios –el Libro de los Salmos 139 resume esa cualidad con una pregunta: “¿Y a dónde huiré de tu presencia?”–.
La ubicuidad es una dificultad central de toda práctica poética, pensemos en la consigna vanguardista que busca unir el arte con la vida: Estás en todos lados, una mancha voraz que pretende invadir cada resquicio. Estás en todas partes –un Aleph–: en la casa, el museo, el cielo, la mente. ¿Dónde empieza y dónde termina? ¿Dónde adentro y dónde afuera? ¿Dónde arriba, dónde abajo?
5.
Anaxágoras sostenía que en cada cosa estaban todas las cosas, un tipo de panteísmo avant la lettre, diametralmente opuesto a la concepción de san Pablo, para quien en Dios está todo, y no en la naturaleza. La cita del filósofo griego aparece entre las notas de Telleria sobre su obra Morir no es posible (2013), objeto construido a partir de una cama cortada, dividida en cuatro partes y unida por sus vértices. ¿Qué nace del corte? Algo nuevo subyacente en la cama: “¿Puede una cama esconder un arma de guerra?”, se pregunta, elocuente, Telleria, que, despojando al objeto de su función inicial, estimula, con una tesis calculada –“todo está en todo”[14]–, el devenir ontológico de las cosas hacia su próximo destino, como un Dios que no juega a los dados sin cargarlos previamente. Así, el objeto deja de ser cama, si bien mantiene su estatus. De una manera u otra, nunca están las cosas completamente terminadas –en ambas acepciones–, algo de éstas siempre permanece a salvo de la acción corrosiva del devenir, algo sobrevive a la transformación,[15] “hay algo de las cosas que never dies. Eso, también, es dios para mí”:[16] “Las transformaciones son infinitas”, dice la artista, “ninguna deja de dar nacimiento a cualquier otra y nunca se llegará a una separación o disgregación completa de los objetos. Como una especie de zenit, el punto más alto del cielo, las cosas también lo tienen; esquivando usos, transformaciones, naturalezas y morfologías, hay algo en ellas románticamente intocable que las salva de la muerte y les permite seguir siendo reconocidas ante el visitante, que puede ver lo que eso era para acercarse a lo que ahora es y vivir ese trayecto como un viaje cómodo y natural”.
6.
Me crucé con imágenes del bosque de los suicidas, un bosque en Japón donde la gente se sumerge para suicidarse, y me sentí interpelada de inmediato. Imágenes de muerte y muertos, a las que se sumaron otras imágenes igual de trágicas. Quería usarlas, pero ¿cómo?, ¿dónde? Buscaba complicarme con esas imágenes, tenía que modificar el espacio para que las imágenes se puedan integrar a mi mundo operacional. Intentar conquistar un espacio, el espacio como parte de la idea, no simplemente el lugar que la contiene. Es un trabajo específico para un espacio específico que actúa sobre las estrategias de apropiación, ya que la idea se debe enfrentar a ese espacio. La reflexión aparece en generar un plan y un plano, un mapa donde después puedo desplegarme más irracionalmente, más impulsivamente, con otro tipo de inteligencia más relacionada con la intuición y la naturaleza. Todo el despliegue espacial de Los ángeles es mi respuesta a esas dos preguntas: dónde y cómo usar esos muertos que, en principio, no tenían ninguna razón para estar ahí.
Todo el espacio fue pensado para que estos muertos puedan existir sin ser un martirio: lo contrario a los muertos es la geometría, la matemática, el ejercicio aséptico de la composición lineal. La taxidermista morbosa, para existir, tenía que asociarse con la arquitecta fría y formal, amante de la recta, el blanco, el vacío y el silencio. Lo que hago es superexacto, es lógica pura, intento resistirme a la arbitrariedad: cómo entonces meter muertos en ese universo lógico: generando en ellos el punto inicial injustificable alrededor del cual se estructuraría todo mi universo lógico, pero en función de esa arbitrariedad primaria. Los muertos son ilógicos, todo lo demás –exacto hasta la exasperación– es la excusa para esos muertos. Este trabajo se define en el punto exacto entre la fantasía más dura y la lógica más blanda.
Los ángeles (2013) recibe al visitante con un esqueleto enorme de paraguas;[17] del lado derecho de la galería, una serie de estructuras metálicas bajan desde el techo, de ellas cuelgan fotos de pinturas de ahogados y bosques –“imagen web/pintura/foto de nuevo”, un proceso de mediatización que pone en evidencia los medios–. En principio, la historia de Los ángeles queda en segundo plano, “la trama narrativa parece asfixiada por las tramas lineales que producen las formas”, todo está ejecutado con absoluta pulcritud y bajo un riguroso silencio; las estructuras y las cintas son negras –las paredes absolutamente blancas–; ningún objeto toca el suelo,[18] predominan las líneas, como si los objetos se volvieran dibujos espaciales; se impone, sin duda, la forma, y con la forma, los medios y el lenguaje; aunque, cabe decirlo, la artista nunca pierde de vista “las intenciones y la historia”, actitud que abre un matiz dialéctico fundamental, “hay una muestra dentro de otra, lo narrativo depende de lo formal y viceversa”; y en tanto, además, “lo visible está supeditado a lo invisible”, se hace patente en toda su dimensión el espacio, “es la trama, el recorrido, no el fin de una intriga o el hotel que nos espera”.
7.
Telleria se encuentra profundamente apegada al objeto; en este sentido es realista: trabaja sobre elementos ya construidos –viejos marcos de madera, hojas de árboles, ramas, camas, jarrones, edificios, crucifijos, pelotas, etc.–; lejos de imitar la realidad –suponiendo que fuese factible–, pretende intensificarla, con plena conciencia de que esas operaciones pueden hacer vibrar la nostalgia o revelar la fragilidad de las cosas; descubre posibilidades en los residuos u objetos banales, siente que el mundo está a su disposición para hacer lo que quiere ver –qué es lo que ve sería una buena pregunta y cómo lo ve sería incluso mejor–, no ex nihilo, sino con las cosas que encuentra: en su trabajo predomina un gesto afirmativo, aseveración que permite –tal vez– homologar el modus operandi de la artista al concepto pagano de Dios propuesto por Nietzsche: “Es la palabra para decir sí a todas las cosas”.
En opinión de la artista, su increíble oportunidad de construir imágenes u objetos se convierte en “casi un superpoder”, y además cree “que la posibilidad de hacer lo que uno quiere ver se acerca a la idea de Dios”. Ése es su Gran plan (2016). Un auto cuya parte interior del techo fue intervenida con un collage conformado por fragmentos de diferentes pinturas barrocas de temas religiosos –monoteístas o paganos– que transforman el auto en una iglesia íntima y móvil,[19] y el techo en una bóveda que debe ser apreciada por el visitante circunstancial –acto irresponsable si el auto mantuviera su funcionalidad original–. Después de su acción, el espacio mutará y nosotros, gracias a su gesto, nos libraremos del agobio de la costumbre –una costumbre, dicho sea de paso, que resulta imprescindible para sobrevivir–. Telleria interviene en un mundo forzado por el hábito y abre la posibilidad del devenir, “¿por qué condenar a un objeto a una forma eterna, a un constante modo de estar?”.
8
En la plaza del ex Hotel de Inmigrantes, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Telleria instaló un conjunto de diez mástiles de veleros de aluminio de diferentes secciones y obenques de acero inoxidable, con alturas variables, y una placa con la inscripción “Dios es inmigrante” (2018), obra que se introduce en la firme obsesión argentina por la construcción de una identidad nacional –forjada al calor de las olas inmigratorias europeas: los argentinos descendemos de los barcos, inocente o cruel apotegma dependiendo del lente con el que se lo lea– y resignifica su producción anterior –Las noches de los días, intervención sobre el Museo Castagnino (2014), y Tumba del Soldado Desconocido, réplica exacta de la llama votiva del Monumento Nacional a la Bandera instalada en el patio de la sede de la Presidencia de la UNLP (2015)– en cuanto a un eje estructurante de su obra –no mencionado hasta ahora, si bien sugerido–: la ambigüedad. Lo llamativo del caso reside en que en esta alusión la artista trasciende la ambigüedad formal y material, e incluso las posibilidades hermenéuticas de su obra en un espacio público –según ella, ciento por ciento claras–, para adentrarse en un equívoco sobre la elección del título y del modo de presentación de su trabajo. Para Telleria su instalación es un monumento. Y de esa designación –monumento, no obra– brota la ambigüedad. Ella escribe: “El espectro simbólico se amplía, la intención artística se camufla, se mezcla, se vuelve anónima e irreconocible en pos de levantar un monumento concebido como si un organismo regulador estatal hubiese mediado el encargo”. El fragmento demuestra su afán de hacer pasar una cosa por otra: el concepto de monumento tranquiliza al visitante ocasional –¿qué reacción tendría al enterarse de que eso es una obra de arte?–, todo está en su lugar; pero las apariencias –a veces– engañan. Telleria confunde y se confunde. Ejerce la prestidigitación.
La otra traza de ambigüedad irrumpe en el título. Inmigrante es quien ha debido mudarse. Trasponer una frontera. Cruzar los límites. El inmigrante ordinario vive sin tierra firme. Extranjero en todas partes. Desclasado. Desubicado. Fuera de lugar. Señalado constantemente por sus faltas, como quien lleva una cruz, su desubicación resultará evidente –lengua, color de piel, vestimenta–. En cambio, Dios, creador único del universo, sería Aquel habilitado para transitar sin pasaporte –o con todos los pasaportes– el mundo. Ser portador de una ciudadanía plena, cosmopolita ideal, figura ubicua. Ahora bien, bastaría con quitarle a Dios su atributo creador –el mundo existe a pesar o más allá de Él–, para convertirlo no solo en inmigrante, sino en un inmigrante extremo, ilegal, indocumentado, pero ¿quién se atrevería a deportarlo?[20]
9.
¿Qué sentido tiene detener la construcción en un momento puntual? “Hágame un carrusel hasta ahí”, reclama la artista en su obra Somos el límite de las cosas:[21] exige un corte –hasta ahí– para producir un objeto, pero un objeto anómalo, a medio terminar, en suspenso. Y es en esa anomalía o suspenso, en ese punto crucial entre el ser y el no ser, donde Telleria opera e insiste, “¿cuándo comienza algo a ser y a partir de qué deja de ser?”, pero insiste ¿para saber qué?, ¿para llegar a dónde?: “Somos detectives de lo que hay, sospechando siempre que eso no puede ser todo”. Un detective recaba datos a fin de resolver un asesinato –el de Dios, por ejemplo–. Sospecha, debe reconstruir un camino a partir de los indicios que encuentra para averiguar aquello que falta, la última pieza del rompecabezas. Sin embargo, durante la búsqueda se impone la desalentadora sensación de que siempre permanecerá perdido un fragmento. Lo inconcluso se hace carne, “somos restauradores de lo que vemos, el objeto en este caso se nos presenta incompleto”; al mismo tiempo, una esperanza, “su identidad se sigue reconociendo”. Una identidad que introducimos nosotros, puesto que “somos el límite de todo lo que existe y va a existir, no de un modo filosófico, sino terriblemente práctico. Nada en el mundo está sin pedirnos que completemos y seamos testigos de su estar acá”; en una palabra, y trazando una parábola nietzscheana, la concepción de la artista parece atribuir a Dios un ADN en común con el ser humano.
10.
Telleria quiere “hacer aparecer lo que no es”, ¿lo que todavía no es o lo que ya dejó de ser? Nadie conoce –y menos aún ella– a ciencia cierta la respuesta correcta, por lo que vamos a definir la cuestión valiéndonos de un dudoso criterio: la nostalgia. En el final de este recorrido, la interpretación con mayor carga nostálgica gana la partida, “hacer aparecer lo que no es” significa para Telleria orientar todo su esfuerzo para que algo de lo que ya fue –dejó de ser– vuelva, regrese, resucite; en definitiva –y con el riesgo propio de cualquier conclusión–, la artista se resiste mediante su trabajo a la pérdida: “Si no queremos que muera hay un punto de la cosa hasta donde se debe llegar”; ella dice –y hace– hasta ahí, acción que condensa un sentimiento inexpresable: “Es una sensación de casi fin lo que define ese momento”, y, en consecuencia, opera con el objetivo de que el fin se retrase; hasta ahí significa anticiparse a la muerte, como si Telleria confesara: que se muera hasta ahí, porque no quiero enfrentar nunca el tiempo efectivo del duelo.[22]
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[1] El municipio de Rosario cuenta con casi un millón de habitantes, es la tercera ciudad en número de pobladores de la República Argentina.
[2] Un programa de televisión llegó a formular la pregunta: “¿Arte o falta de respeto?”, con el objetivo de activar un debate obturado desde el principio por el mismo interrogante. Los periodistas salían a la calle a entrevistar transeúntes. Resulta paradigmático el caso de una mujer mayor que, al ser consultada acerca de la intervención al museo, respondió: “No me gusta, no entiendo el sentido”. ¿Por qué la necesidad de encontrar un sentido para disfrutar? ¿O es un arma de protección masiva? El sentido claro y distinto calma, seda, lima lo revulsivo de un proyecto artístico, tranquiliza al espectador. El sentido habilita la comunicabilidad: esto es esto. La palabra fluye. Nadie desea ningún obstáculo. Nada de opacidad, oscuridad, ni hermetismo. El imperativo de la transparencia se erige en ley universal. ¿Cómo ofrecer, entonces, una resistencia a la tiranía del sentido? Por otro lado, ¿cuáles son las tácticas para crear sentido? El filósofo alemán Ludwig Feuerbach descubre que la esencia de la religión es la antropología, sentimientos básicos de la naturaleza humana proyectada sobre una deidad; el ser humano ha creado a Dios, pero por una inversión casi inevitable Dios se vuelve su creador. Los efectos reales de esta operación solo pueden percibirse merced a un olvido de la inversión. Algo de esta cuestión intuye Mariana: “¿Entendemos antes de amar lo que amamos? Me sorprende muchísimo la necesidad de entender que tenemos todo el tiempo, parece que todo debe reducirse a una fórmula matemática. Creo que a la mayoría de los mortales se nos escapa el entendimiento de todo aquello que tiene que ver con el placer. Parece que nos da miedo dejarnos caer en el misterio que plantea lo extraño, lo raro, lo incomprensible”.
[3] Los efectos sobre la opinión pública eran un aspecto fundamental de la obra; de hecho, el proyecto se prolongó en una voluminosa publicación distribuida en el marco de la muestra Témpano. El problema de lo institucional, MACMO, Museo de Arte Contemporáneo de Montevideo, Uruguay, que recopiló desde comentarios en Facebook hasta artículos aparecidos en los diarios de mayor tirada de la ciudad. Las disímiles y extremas repercusiones deberían explicarse al menos mediante tres factores. Primero, la mala reputación del color negro que remplazó al blanco –el reclamo principal se concentró en la destrucción del matiz original del edificio, cuando la verdad era que el color blanco de la piedra había dejado de ser virgen décadas atrás, por lo que resultaba imposible mantener intacto algo perdido de antemano–. Segundo, atado al anterior, el argumento de que el dinero de la gente no debería utilizarse para destruir el patrimonio histórico –argumento falso desde el origen–. Tercero, la idiosincrasia rosarina. Por un lado, las autoridades fomentaron la intervención al dar el visto bueno para la consumación de un proyecto básicamente problemático; por otro, parte de la comunidad –artística y no artística– mantiene una férrea resistencia a modificar determinadas costumbres.
Lo cierto es que este combo de tensiones y resistencias terminó siendo una variable positiva en tanto el proyecto alcanzó niveles de discusión que sobrepasaron los límites del campo del arte.
[4] Publicado en la edición rosarina del diario Página/12 el 3 de septiembre de 2014.
[5] Cuando alguien pronuncia la palabra Dios en nuestro país la referencia inmediata e inequívoca apunta al Ser Supremo instituido por la Iglesia Católica; nadie –o muy pocos–, al leer “es lo más cercano a la idea de dios”, pensaría, por ejemplo, en Alá –que probablemente sea otro nombre para la misma cosa–. De todas maneras, Mariana, en el mail, escribe Dios con minúscula, decisión que abre un interrogante sobre su concepción.
[6] Estos títulos suenan como una especie de plegaria; con ellos la artista parecería buscar a Dios mediante la palabra. Nombra lo que quiere ver y ese nombre trastoca la imagen, ya que el título no es nada exterior a la obra. Éste es un dispositivo clave del campo desde Duchamp, quien pretende “llevar la idea del espectador a otras regiones más verbales”, incluso “privilegiar la leyenda sobre el dibujo”. Así, la utilización de títulos no descriptivos adquiere la misma función que un color invisible: se convierte en parte de la materialidad, sin contar –al menos de manera evidente– con ninguna materia.
[7] Tarea ardua, particularmente después de la célebre postulación nietzscheana impresa en el aforismo 125 de La gaya ciencia, en la que el filósofo alemán firma el acta de defunción de Dios: la muerte de la metafísica.
[8] Friedrich Schelling sostiene la hipótesis de que Dios creó el mundo “para salvarse de la locura”; según Slavoj Žižek, un reajuste de la idea en terminología psiquiátrica actual diría: “La creación habría sido una especie de ‘terapia por el arte’ divina”. Seguramente Mariana pensaría que el hombre creó a Dios para salvarse de la locura.
[9] Nietzsche define a Dios como “un pensamiento que vuelve torcido todo lo derecho”.
[10] El origen es lo que se perdió. En este sentido, resulta sugerente el título Antes de nuestro nacimiento (2016) –o sea, antes de nuestro origen–: un candelabro de estructura metálica formado por neumáticos quemados, faros y luces traseras de automóviles, ramas, parabrisas rotos, cristales, elementos estructurales de automóviles y objetos personales. La primera interpretación gira en torno a la pérdida provocada por un accidente, los restos que quedan –pendientes– de él. Una representación de la tragedia prolija y formal. Sin embargo, una pregunta nos inquieta: ¿qué había antes de que existiéramos?; restos, fragmentos, pedazos imposibles de juntar; ¿y si, en realidad las cosas comienzan –y no terminan– con un accidente? Tal vez Dios sea uno de los nombres para ese azar.
Mariana explora la primera vez o lo que había antes porque allí podría estar la clave para responder interrogantes que permanecen irresolubles; ignoramos el motivo de nuestra estadía en el mundo y suponemos que algo de nuestro pasado debería proporcionarnos la explicación. Buscamos, aunque sabemos que no vamos a encontrar, y Mariana intuye que en esa búsqueda frustrada se dará, de algún modo, el encuentro. Pero no el encuentro concreto, ni con Dios, ni con la primera vez, porque justamente Dios sería aquella fórmula capaz de explicar algo antes de nuestro nacimiento; Dios es lo que está antes y es la primera vez, y, al mismo tiempo, constituye solo un deseo. Todo y nada.
[11] Una experiencia similar figura en El oficio de vivir, diario que escribió Cesare Pavese hasta su muerte: “20 de febrero de 1946. Estamos convencidos de que una gran revelación solo puede nacer de la obstinada insistencia en una misma dificultad. Nada tenemos en común con los viajeros, los experimentadores, los aventureros. Sabemos que el modo más seguro –y más rápido– de quedar pasmados consiste en mirar, siempre impertérritos, el mismo objeto. En determinado momento nos parecerá –y éste es el milagro– que nunca lo habíamos visto”.
[12] “La idea de dios, para mí, es el trabajo, darle una nueva vida al objeto, reanimarlo, hacerlo caminar entre mis muertos”.
[13] En la misma entrevista, Mariana agrega: “Lo del museo de negro también es eso, cambiar algo de color, la acción es muy simple, me encanta la simplicidad que te abre, que te construye de verdad otro mundo dentro del mundo”.
[14] Un hombre anhela, sin esperanza, retener en la memoria la figura de su amada muerta, Beatriz Viterbo; él sabe que, cada segundo, el devenir demencial y constante del universo lo separa un poco más de ella, nada es suficiente para luchar contra el paso del tiempo: ni las visitas a la vieja casa, ni recordar momentos maravillosos, ni revisar antiguas fotografías, Beatriz parece estar perdida para siempre. Sin embargo, el primo de la mujer le ofrece una posibilidad: existe en el sótano de la casa un Aleph, “uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos”. El hombre –atravesado por la tristeza y la sensación de que el primo estaba loco– acepta bajar, acomodarse de una forma particular –incumplir con esa forma implicaría volver invisible el Aleph– y ver que “cada cosa era infinitas cosas, porque yo, claramente, la veía desde todos los puntos posibles del universo”. Y entre todas las cosas que ve, distingue, fantasmal, una parte terrible de lo que Beatriz había sido.
[15] Mariana había explorado este método en la obra Estás en todos lados –pieza incluida en la instalación Dios cree en mí–, cuando construyó con el respaldo de una cama un objeto en forma de cruz muy similar a un ángel. Otra vez una cama, espacio en el que, generalmente, nacemos y morimos. La cama es también la representación del lugar de la melancolía y la depresión. De allí, sin un deseo, somos incapaces de levantarnos. La cama es nuestra cruz. Pero esta interpretación elemental quizás sea producto de mis propios intereses sobre el tema; lo que predomina aquí, según Mariana, es la forma, lo demás viene después.
[16] En términos del filósofo panteísta Baruch Spinoza, conatus, inclinación innata de la materia a continuar existiendo o persistir en su ser.
[17] La pieza se titula Imaginar la fe –y desde un punto de vista distinto simula ser una enorme araña–: “Me gustan las estructuras de las cosas, sus esqueletos, sus bordes, me acuerdo de la calesita, la lámpara gigante con forma de barco, las cajitas y libros calados”. Pero lo cierto es que a la artista no le “interesa como esqueleto de un paraguas, sino como forma que ayuda, completa y acompaña otras”. A ella le importa en cuanto línea, y “el dibujo que logra dentro del espacio” resulta ser “un eufemismo visual de todo lo que pasa en el resto del espacio. No es el esqueleto de una idea, sino su fantasma”, es decir, la semblanza de lo que alguna vez fue.
[18] Consigna fundamental y epifánica de Mariana: “Nada va a tocar ni las paredes ni el suelo”.
[19] De tanto en tanto tengo la impresión de que la obra de Mariana es una revisión perversa de la iconografía religiosa. Vale aclarar, para evitar confusiones, que excluyo del campo semántico del término perversa cualquier connotación negativa, más bien apunto a algo que cuestiona las costumbres, pervierte el orden establecido y corrompe el estado habitual de las cosas, un gesto recurrente en su práctica artística, cambiar los objetos de lugar, poner algo donde no va, ¿humor?
[20] Otra clave interpretativa: en Juan 4:7-9 se afirma: “Dios es amor”, y en la línea siguiente: “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él”. Sabemos que la particularidad de Dios es su Santísima Trinidad, Dios es uno y trino: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. De acuerdo con esta lógica, el Hijo de Dios, o sea Dios mismo, deviene inmigrante, al verse obligado a abandonar la patria de su Padre. Quizá Samuel Beckett nos ofrezca la oportunidad de conciliar la propuesta bíblica y el título elegido por Mariana cuando define al amor como una forma increíble de exilio.
[21] Existen dos esculturas bajo ese título. En este caso nos referimos a una estructura inacabada con forma de carrusel, del año 2011. La otra, de 2014, se asemeja a un barco en el instante exacto en el que se viene abajo, un desastre en suspenso, al borde de la caída; sin embargo, nadie negaría tajantemente que vemos el barco justo en el momento de su emergencia después de naufragar, ¿cuál elegimos? En todo hay solo una certeza: al espectador no le alcanza con mirar hacia el horizonte, debe levantar su vista si quiere contemplar algunos detalles.
[22] Los puntos 7 y 8 parecieran contradecirse –situación que no constituiría un problema per se–. En el punto 7 sostengo que Mariana desata las posibilidades del devenir, y en el 8, que intenta ponerle freno al cambio. No obstante esto, hay un tema común, en ambas acciones asoma la pérdida como aquello que se busca reparar: haciendo aparecer lo que no es, es decir, lo que ya se perdió, o, de algún modo, anticipándose a ella, ganarle de mano. Antes o después, pasado o futuro, Mariana siempre opera desde un presente a partir del cual se resiste; su producción –arriesgo– es el resultado de una resistencia.